• viernes 25 de abril del 2025
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A veinticinco años de la reforma de la Constitución los derechos sociales siguen siendo una deuda

Por Juan Martín Nogueira (*)

El pasado 22 de agosto se cumplieron veinticinco años de la reforma de nuestra Constitución Nacional realizada en el año 1994, uno de los hitos más importantes de nuestra vida institucional y política.

Mirando todo el tiempo transcurrido desde este presente tan acuciante, bajo el mismo espíritu reformista de aquel entonces, entiendo que son numerosos los desafíos que quedan hoy pendientes y demasiados los pactos que no se cumplieron desde aquel entonces.

Un dato elocuente que puede advertirse en todos estos años es que, a medida que fueron creciendo las herramientas legales y los institutos para defender a los más vulnerables, en clave con los derechos humanos universales, paradojalmente, se observa cómo la sociedad argentina acumula cada vez más pobres e indigentes, en números que conviven naturalizados y expuestos como un indicador más.

De esta manera queda incumplida una de las mandas más elementales de nuestra constitución histórica ya prevista en el artículo 14 bis y otras normas basales, tal la de proteger la vida de todos los argentinos, de garantizarles alimentación, vivienda, trabajo y educación, pilares fundamentales de una existencia digna. Derechos sociales de segunda generación que resultan también «derechos humanos fundamentales», tal como dijera nuestra Corte Suprema de Justicia de la Nación en el recordado caso “Outon” de 1967 (CSJN, Fallos 2276:215).

En tal sentido, los engrosamientos de los cuerpos normativos que hemos experimentado en todos estos años, en función del reconocimiento de nuevos derechos y garantías previstos en los artículos 36 a 43 de la constitución reformada en 1994 y el ingreso de los tratados de derechos humanos dispuesto en el artículo 75 inc. 22 de la misma reforma, a la vez que significaron un enorme avance para el progreso de nuestra sociedad, también muestran un lado inerte y estéril cuando no se encuentra la manera de hacerlos efectivos en la realidad, para garantizar un proyecto de vida digno a las personas.

Y esta debería ser la primera gran preocupación en el contexto actual de nuestra sociedad, donde casi la mitad es pobre y otro tanto no puede cumplir con sus necesidades básicas.

Los últimos trabajos que miden la pobreza y la indigencia en Argentina han marcado una evolución extraordinaria. Así, el último informe del Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina —de diciembre de 2018— indica que el 33,6% de los argentinos son pobres, lo que equivale a 13,5 millones de personas. De esa cifra el 6,1 son indigentes, lo que equivale a 2,47 millones de personas.

En tanto el Instituto de estadísticas oficial, el INDEC, indicó que la pobreza escaló a 14,3 millones de personas para el segundo semestre de 2018, siendo los niveles de indigencia similares a los expuestos en el informe antes aludido.

En este escenario, los «mecanismos de discriminación inversa o tutelas preferenciales» —es decir, aquellos modos de interpretación de la ley o de manejo de prioridades que privilegian a los más necesitados— sin dudas que han servido para encauzar el sistema en favor de aquellos que más desventajas tienen, haciendo posible en muchos casos que los conflictos puedan solucionarse y, sobre todo, que sean una realidad los derechos fundamentales reclamados, en proyecciones que trascienden el caso individual.

En esta comprensión, el artículo 43 —el amparo colectivo introducido en la reforma de 1994— ha sido casi revolucionario en la medida que generó un razonamiento que cambió la relación entre los poderes del estado, permitiendo a los jueces ingresar en los procesos de discriminación histórica que han sufrido distintas personas que integran algún colectivo vulnerable —mujeres, niños, migrantes, discapacitados, etc—, alcanzándose decisiones judiciales que han beneficiado a grupos enteros más allá del caso individual (CSJN, “Verbitsky” -2005-; “Halabi” -2009-; “Pellicori” -2011-, “Sisnero” -2014-).

Todo esto marca una evolución auspiciosa, que por cierto ya no tiene marcha atrás, recreándose en la flexibilidad e ingenio de un sistema que irá creciendo en su progresividad hacia el ideal de justicia.

Pero también es un dato de la realidad que todas esas evoluciones de última generación dejaron todavía sin resolver problemas de la segunda. Los derechos sociales todavía están esperando y requieren de una pronta acción. Son millones las personas que todavía tienen necesidades básicas sin resolver en nuestro país.

Entonces es cuando se observa que asistimos a una convivencia entre grandes desarrollos jurídicos y doctrinarios que, embebidos de sus propios avances, terminan muchas veces encerrados en un discurso dogmático carente de acción concreta, o hasta incluso sin siquiera plantearse como preocupación primera esta problemática, naturalizando de ese modo una injusticia social que reclama una respuesta inmediata.

De este modo se terminan por asentir —mediante una tolerancia tácita— políticas sociales y económicas que «llevan a nuestros pueblos a la aceptación y justificación de la desigualdad y de la indignidad. La injusticia y la falta de oportunidades tangibles y concretas detrás de tanto análisis incapaz de ponerse en los pies del otro, es también una forma de generar violencia: silenciosa, pero violencia al fin. La normatividad excesiva, nominalista, independentista, desemboca siempre en violencia» (discurso del Papa Francisco en la Cumbre de Jueces Panamericanos, sobre Derechos Sociales y Doctrina Franciscana, 4 de junio de 2019).

A ello se agrega una cultura que tiende a transmitir todo por medio del marketing y los métodos de la publicidad comercial, defendiendo números y resultados, exaltando proyectos y decisiones que, en más de una ocasión, esconden ese lado oscuro que queda sin identificar, sin visibilizar. Eso también es una forma de violencia, sobre todo cuando esa eficiencia que se pretende contrasta de manera evidente con la verdad de los hechos que desmienten cualquier verdad formal.

El sistema de los derechos humanos previsto en nuestra Constitución desde el año 1994 es un sistema operativo que exige a todos los niveles del poder del Estado articular mecanismos que se enfoquen en el que más sufre, en el que está en una clara situación de indefensión o desventaja.

Por eso el desafío hoy es darles prioridad a esos derechos sociales tan postergados y en emergencia, debiendo la Justicia modelar cualquier sistema en función del más necesitado, sin excluir o limitar a nadie por intereses que poco tienen que ver con la dignidad de la persona.

En esa línea es indispensable poner la mirada en el «fenómeno de los movimientos populares», que desde hace muchísimos años vienen trabajando y articulando acciones concretas para los que menos tienen. Allí están los que nuclean a los que no tienen techo, a los campesinos sin tierra, a los que tienen un trabajo esclavo o precario; también los que representan a los vendedores ambulantes, a los que están en los semáforos, a los que deambulan por las calles con sus familias.

Ante el crecimiento de la pobreza y la desigualdad, el trabajo de estos movimientos sociales debiera consolidar una política de estado que los incluya a la hora de diagnosticar y emprender acciones concretas. Frente al laberinto neoliberal y los falsos discursos, este valioso trabajo significaría el vuelo necesario para salir de allí con soluciones concretas y sinceras, para garantizar los derechos sociales y permitir el acceso al paraíso constitucional que sigue siendo de unos pocos.

Por eso, a más de veinticinco años de su reforma, nuestra Constitución requiere más que nunca un trabajo coordinado con los actores que trabajan en lo cotidiano, en el contexto de todos esos barrios y lugares postergados, para hacer realidad el legado de nuestro preámbulo de abrazar a «todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino».

 

(*) Abogado UNLP, Fiscal Auxiliar de la Unidad de Asistencia para Causas de Violaciones de Derechos Humanos cometidas en la Jurisdicción de La Plata durante el Terrorismo de Estado. 

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