Un análisis en el vigésimo noveno aniversario de la ley 24.521.
Por Rafael I. Clark (*)
Invitado en Palabras del Derecho
I. Introducción
El generoso afecto del equipo que conduce Palabras del Derecho ha motivado en exclusividad la invitación que se nos cursara para componer algunas reflexiones en ocasión del vigésimo noveno aniversario de la promulgación[i] de la Ley de Educación Superior, Nº 24.521 que, con escasas reformas, continúa en vigor; constituyéndose en el segundo régimen universitario más longevo de nuestra historia patria, solo superada por las seis décadas de vigencia ininterrumpida[ii] de la Ley 1.597, primera ley universitaria nacional, llamada “Avellaneda” por haber sido su autor el ex Presidente de la Nación. Tiene la actual ley universitaria una característica que la distingue de la mayoría de sus predecesoras: legisla con un límite constitucional expreso[iii], que el reformador señaló al Congreso cuando en 1994 purpuró de jerarquía constitucional el deber del asegurar “la autonomía y autarquía de las universidades nacionales” (CN, art. 75, inc. 19).
De la frondosa regulación de aspectos diversos que despliega la LES, quieren las circunstancias que nos ocupemos en esta ocasión de uno en particular: el régimen de títulos que expidan las universidades nacionales. Si bien comparte esta ley con las normas universitarias que la precedieron sendos dispositivos vinculados al tema, y aun cuando del examen comparativo de esas disposiciones con las relativas insertas en textos anteriores pudieran surgir similitudes, resultará tarea ineludible del intérprete tener en consideración que las palabras del constituyente nunca pueden juzgarse superfluas[iv], de manera que el reconocimiento constitucional de la autonomía universitaria colorea al principio autonomista, telón de fondo de cualquier regulación en materia universitaria, de una amplitud y profundidad mayores a las existentes con anterioridad en nuestro medio, estableciendo tal consideración un estándar operativo de obligatoria observancia tanto para el intérprete, como para el legislador en cuanto vaya a regular cuestiones vinculadas a las universidades[v].
Cabe recordar en esta preliminar presentación que tradicionalmente se ha interpretado que el principio autonomista en las universidades nacionales se manifiesta con máxima intensidad respecto del Poder Ejecutivo, como modo de salvaguardar la independencia de criterio de las casas de estudios, indispensable para el desarrollo de la ciencia y el pensamiento crítico[vi]. En esta siempre tensa delimitación de potestades entre el Poder Ejecutivo Nacional y los gobiernos de las universidades nacionales, resulta suficientemente ilustrativa del giro copernicano operado por la recepción constitucional de la autonomía, la comparación de los célebres fallos “Universidad de Buenos Aires c/ Estado Nacional (PEN) s/ inconstitucionalidad de decreto”[vii] de 1991 y “Universidad Nacional de Mar del Plata c/ Banco Nación s/ daños y perjuicios”[viii] de 2003.
El primero de los pronunciamientos, relativo al conflicto entre el Ministerio de Educación de entonces y la Universidad de Buenos Aires sobre la admisibilidad del recurso de alzada contra las decisiones del Consejo Superior de la universidad, terminó por mayoría en una férrea defensa de las atribuciones presidenciales, reduciendo a las universidades al rol de meros entes autárquicos en el sentido clásico. Se nos tolerará la transcripción de estas breves pero contundentes palabras del voto mayoritario: “Las disposiciones de la Constitución Nacional que confieren al Presidente el carácter de ¨jefe supremo de la Nación¨, a cuyo cargo se halla la ¨administración general del país¨ (art. 86, inc. 1°) y le facultan para efectuar nombramientos y remociones de empleados y para requerir informes a ¨todos los ramos y departamentos de la Administración¨ (arts. 86, inc. 10 y 20) acuerdan fundamento normativo suficiente al contralor administrativo que corresponde ejercer a la administración central sobre las entidades autárquicas en general y respecto de las universidades en particular.”
Reforma constitucional mediante, y ya dictada la Ley 24.521 de Educación Superior, el fallo “Universidad de Mar del Plata” altera radicalmente el anterior criterio y adopta la vigente posición que al respecto sostiene nuestro tribunal cimero. El caso enfrentó a la universidad marplatense contra el Banco de la Nación Argentina alrededor de la cuestión sobre si semejante conflicto entre dos entes públicos del orden federal debía tramitar ante los estrados judiciales, como sostenía la universidad; o si, por el contrario, correspondía aplicar el mecanismo de solución de conflictos interadministrativos regulado por la Ley 19.983, tal lo que postulaba el banco. Por remisión al dictamen de la Procuración General, la corte enfatizó la independencia de las universidades nacionales respecto del poder ejecutivo y solo sometidas a regulación congresional. Sintéticamente queda expresado en este párrafo del dictamen: “El objetivo de la autonomía es desvincular a la Universidad de su dependencia del Poder Ejecutivo, mas no de la potestad regulatoria del Legislativo, en la medida en que ella se enmarque en las pautas que fijó el constituyente emanadas de la Constitución Nacional”.
II. Régimen de Títulos de Universidades Nacionales.
Sobre esa plataforma, sea oportuna una brevísima presentación de las actuales disposiciones que contiene la Ley de Educación Superior, sobre la cuestión de los títulos que nos convoca. Se trata del “Régimen de Títulos” regulado en la Sección 2ª, del Capítulo 3 del Título IV, por los artículos 40 al 43.
En prieta síntesis, podría señalarse que el sistema parte de la consideración de tres clases diferentes de títulos: 1) Títulos de posgrado (especialización, maestría y doctorado, conforme art. 39), 2) Títulos de grado (art. 42); y 3) Títulos de grado correspondientes a profesiones reguladas por el estado (art. 43).
En los tres casos la creación de la carrera, su plan de estudios, así como la denominación del título que otorga es atribución de los órganos internos de cada universidad (arts. 40 y 42). Tratándose de títulos de grado, sean de profesiones reguladas o no, las actividades para las que tienen competencia sus poseedores, también serán materia reservada a las autoridades universitarias (art. 42).
Sin perjuicio de ello, dice la ley en su artículo 41, “el reconocimiento oficial de los títulos que expidan las instituciones universitarias será otorgado por el Ministerio de Cultura y Educación. Los títulos oficialmente reconocidos tendrán validez nacional”.
Las carreas de grado deberán observar la carga horaria mínima que fije el Ministerio de Cultura y Educación en acuerdo con el Consejo de Universidades (art. 42). Además, las carreas de posgrado y las de grado correspondientes a profesiones reguladas por el estado, deberán ser acreditadas periódicamente por la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (art. 46, inc. B). Por último, respecto de las carreras de grado correspondientes a profesiones reguladas por el Estado, deberán sus respectivos planes de estudio, “tener en cuenta los contenidos curriculares básicos y los criterios sobre intensidad de la formación práctica que establezca el Ministerio de Cultura y Educación, en acuerdo con el Consejo de Universidades” (art. 43).
De esta somera presentación, surge que las carreras y los títulos que confieren, son creados y diseñados por las universidades, con diferentes requisitos generales según las clases de títulos previstas en la Ley. Tales requisitos serán fijados por el Ministerio en acuerdo con el Consejo de Universidades. Los títulos que cumplan con esos requisitos, a su turno, podrán obtener un “reconocimiento oficial” otorgado por la autoridad ministerial; el cual les otorgará “validez nacional”.
III. Breve genealogía del sistema.
Puede resultar conveniente intentar un rastreo de los antecedentes históricos del régimen de títulos que estamos comentando.
Como es sabido, la actividad universitaria en el que sería nuestro territorio principia cuando en 1614 comienzan los estudios de latín y teología en el Colegio Máximo de la Compañía de Jesús en Córdoba[ix]. Sin perjuicio de ello, la autorización para conferir grados académicos, llegó recién con la Real Cédula de 2 de febrero 1622 por la cual el Rey Felipe IV ponía en vigor el Breve Apostólico en que el Papa Gregorio XV había autorizado esa función, el año anterior[x]. En ese momento, la normativa universitaria, si se nos permite la anacrónica fórmula, eran las previsiones contenidas el Título XXXI de la Partida Segunda de las siete afamadas de Alfonso X, El Sabio. Decía, sobre lo que hoy llamaríamos régimen de títulos, la Ley IX de ese texto: “Cómo deben probar el escolar que quiere seer maestro ante quel otorguen licencia. Decípulo debe ante seer el escolar que quisiere haber honra de maestro: et quando hobiere bien deprendido el saber debe venir ante los mayorales de los estudios que han poder de le otorgar licencia para esto: et deben catar en poridat ante que gela otorguen si aquel que gela demanda es home de buena fama et de buenas maneras. Otrosi le deben dar algunas liciones de los libros de aquella ciencia de que quiere seer maestro: et si ha buen entendimiento del texto et de la glosa de aquella ciencia, et buena manera et desembargada lengua para mostralla, et responde bien á las qüestiones et á las preguntas que le ficieren, débenle después otorgar públicamente honra para seer maestro, tomando la jura dél que muestre bien et lealmiente la su ciencia, et que non dio nin prometió á dar ninguna cosa á aquellos quel otorgan la licencia, nin á otros por ellos porque le otorgasen poder de seer maestro”[xi] (el destacado es propio).
Se advierte que los títulos, o como se lo conocía en la época la licentia ubique docendi, se debían otorgar directa y exclusivamente por las autoridades universitarias, una vez acreditadas las condiciones académicas; y su ámbito de validez era toda la cristiandad[xii], en razón de las bulas papales Parens scientiarum y posteriores.
Se ha señalado que la evolución posterior, a partir de la consolidación de los estados nacionales, determinó una tendencia general hacia la separación entre la acreditación académica, que quedaba reservada a las universidades y la habilitación para el ejercicio de las profesiones que se sostenía en la esfera de las autoridades civiles. Este panorama, habría sido trastocado con la irrupción de la Universidad Imperial napoleónica en que acreditación académica y habilitación profesional se confundieron en la universidad, dependencia administrativa subordinada por completo al poder civil[xiii].
El primer antecedente jurídico patrio, a este respecto, previo a la organización nacional, parece haber optado por el criterio anglosajón en cuya virtud la aptitud profesional es monopolizada por el poder civil; pero rápidamente a partir de la organización nacional, esa tendencia comenzó a revertirse. En efecto, la ley Nº 23, sancionada por el Congreso de la Confederación Argentina el 22 de junio de 1855, estableció en su artículo 2º que “sólo los Tribunales inferiores de la Confederación, podrán extender diploma de abogado nacional, probada que sea la idoneidad de los que lo solicitaren para el ejercicio de dicha profesión”.
A su tiempo, y con criterio diferente, la Constitución de la Provincia de Buenos Aires de 1873, ordenó en su artículo 33: “Las universidades y facultades científicas erigidas legalmente expedirán los títulos y grados de su competencia, sin más condición que la de exigir exámenes suficientes en el tiempo en que el candidato lo solicite, quedando a la Legislatura la facultad de determinar lo concerniente al ejercicio de las profesiones liberales”. La Legislatura cumplió su cometido por Ley Nº 974, sancionada el 07 de agosto 1875 y promulgada el 16 del mismo mes. Dispuso el artículo 1º que “Las facultades expedirán los diplomas que autoricen a los que hayan rendido los exámenes necesarios para ejercer las profesiones en que se requiera competencia científica”; enfatizando en particular para el caso de la abogacía el artículo 4º que “Los estudiantes que actualmente hayan rendido sus exámenes de tesis y de procedimientos judiciales, podrán pedir sin más trámite el diploma de abogado ante la Facultad de Derecho” (los destacados son propios).
Llegados a la primera ley universitaria nacional, la Ley Nº 1.597, llamada “Avellaneda”, el criterio bonaerense en favor de la competencia universitaria para el dictado de diplomas habilitantes se encuentra en su artículo 1º, inciso 3º al señalar que es competencia del Consejo Superior proyectar los planes de estudios; agregando el inciso siguiente que “Cada Facultad ejercerá la jurisdicción política y disciplinaria dentro de sus institutos respectivos, proyectará los planes de estudios y dará los certificados de exámenes en virtud de los cuales la Universidad expedirá exclusivamente los diplomas de sus respectivas profesiones científicas” (el destacado es propio). La redacción es hija del intercambio acaecido en la sesión de la Honorable Cámara de Diputados del 23 de mayo de 1884 entre el Diputado por la Provincia de Buenos Aires Miguel Navarro Viola y el Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública Eduardo Wilde; donde expresamente se pone de manifiesto el problema que suponía que tanto las facultades como los tribunales reivindicaran la potestad de emitir diplomas[xiv], saldando la cuestión en favor de la competencia universitaria.
Una variación “contraautonomista” parece advertirse en los estatutos aprobados para la Universidad Nacional de La Plata en 1905 por la Ley Convenio 4.699 que la crea. En efecto, dice su artículo 22: “El consejo superior proyectará a los estatutos generales de la Universidad y el presupuesto anual de todas sus facultades y dependencias, y los elevará, para su aprobación y conocimiento, al Poder Ejecutivo, así como los planes de estudios que proyecte cada facultad o instituto”. En relación con los títulos, el artículo 25, señala que tendrán “la misma validez de os que concedan las universidades de la Nación”.
Bajo este marco normativo, y ya asentada la Reforma Universitaria, encontramos un primer pronunciamiento expreso en la materia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación[xv], del año 1922. En el caso, Ángela Camperchioli, escribana egresada de la Universidad de Buenos Aires, recurre el plenario de las cámaras civiles de la capital por el cual se le había denegado el juramento que, a efectos de ser inscripta en la matrícula, se exigía ante esos tribunales. La denegatoria de las cámaras, por mayoría y con las luminosas disidencias de los jueces Felipe Senillosa y Alfredo Colmo, se fundó en la construcción analógica de una incapacidad de las mujeres para ejercer la escribanía, tomada de sendas normas que les restringían habilidad para cuestiones más o menos conexas (incluso el dictamen de la fiscalía de cámara utilizó el absurdo argumento de la voz “escribano”, en masculino, para defender que tal profesión debía ser considerada officia virilia).
Tratándose de un primer fallo en la materia, y con características tan singulares, nos tolerará el paciente lector la transcripción de dos considerandos que juzgamos suficientemente ilustrativos del razonamiento principal:
“Que al perceptuar la ley 7048 que el título de escribano será otorgado por las universidades nacionales, de conformidad con los planes y programas de estudios que ellas mismas establezcan, ha librado al criterio y decisión de esas instituciones superiores del estado, con la atribución de dictar dichos planes y programas, la correlativa de fijar las condiciones generales de los referidos estudios, siendo en uso de tales facultades que la Universidad Nacional de Buenos Aires, ha acordado en el caso el título de referencia, y es evidente que ha podido legalmente otorgarlo y que debe surtir todos sus efectos puesto que ninguna restricción legal obsta a su validez y al libre ejercicio de los derechos que confiere” (el destacado es propio).
“Que por lo demás, sin entrar al examen de la condición jurídica de la mujer en nuestra legislación, por ello importaría extralimitar el debate de estos autos, corresponde insistir sin embargo, en que sean cuales fueren las restricciones que le están impuestas, ninguna autoriza a imponerle otras por interpretación extensiva del aquéllas, oponiendo así injustificados reparos a las garantías primarias de la Constitución, como son la de la igualdad ante la ley, el derecho de aprender, de trabajar, de no ser privado de lo que la ley no prohíbe, con las que no puede armonizar una decisión judicial que anula de hecho, sin fundamento legal expreso, un título de idoneidad profesional legítimamente adquirido” (el destacado es propio).
En el año 1929 vuelve la Corte[xvi] sobre los títulos universitarios, esta vez aludiendo directamente a la cuestión del límite entre la habilitación profesional que implican y las potestades locales reservadas de la policía de las profesiones. Carlos Berraz Montyn había obtenido, aún sin alcanzar la mayor edad, diploma de abogado expedido por la Universidad Nacional del Litoral. Presentado que fue el diploma ante la autoridad judicial santafesina a los efectos de obtener la matrícula, el Superior Tribunal provincial lo deniega con fundamento en la edad; en resolución que, por vía de queja, motiva el pronunciamiento de la Corte Suprema. Dijo el tribunal sobre la validez de los títulos: “Que, dentro de ese espíritu, las leyes argentinas han creado requisitos especiales para el ejercicio de los que en el lenguaje corriente se llaman “profesiones liberales”, entre las que se encuentra la de abogado, asesor, consejero o defensor del derecho, condición que invoca el recurrente señor Berraz Motyn a mérito del diploma expedido por Universidad Nacional competente, pero las leyes respectivas, desde la llamada de Avellaneda, que lleva el Nº 1579, confieren a las universidades la facultad de expedir certificados, títulos y diplomas habilitantes para el ejercicio de esas profesiones conforme a los planes de estudios, estatutos y reglamentaciones que las mismas se den como instituciones autárquicas (art. 1º, inc. 4, ley 1579 y concordantes de las leyes 4699 y 10.861), títulos y diplomas de carácter y eficacia no sólo nacional, sino también internacional, conforme al recordado precepto de la Convención de Montevideo” (el destacado es propio). Y luego señaló, en relación con las potestades provinciales: “Que es indudable la facultad de las provincias para dictar leyes reglamentarias del ejercicio de profesiones liberales sujetas al requisito universitario, dentro del poder de policía que les está reservado y, en cuanto al caso sub lite, dentro de la facultad reconocida en la última parte del inciso 11 del art. 67, con el que concuerdan los arts. 105, 106 y 107 de la Constitución Nacional, pero es indudable también que no entra en la órbita de esas atribuciones la de imponer a los títulos o diplomas nacionales requisitos de carácter sustantivo, como son los de la capacidad civil y profesional, que por implicancia elemental, corresponden ser previstos por las instituciones nacionales que los expiden, porque en caso contrario, ellos tendrían solo el valor de un certificado científico o literario” (el destacado es propio).
El último fallo de este período fundacional, correspondiente a la vigencia de la Ley Avellaneda, fue “Molina, Carlos A. F.” [xvii], del 14 de marzo de 1947, meses antes del dictado de la Ley Guardo. Allí se declaró, en línea con “Camperchiolli” y “Berraz Montyn”, la inconstitucionalidad del requisito de la residencia para el ejercicio profesional establecido en la ley 1208 de la Provincia de Jujuy, con este argumento central: “El otorgamiento de un título profesional por el gobierno nacional implica la comprobación del conjunto de conocimientos y experiencias considerados indispensables para declarar a una persona con posesión de la respectiva capacidad profesional. Los requisitos que las reglamentaciones locales pueden imponer a los efectos del ofrecimiento y prestación en cada tiempo y lugar de los servicios profesionales de referencia deben ser susceptibles de cumplimiento inmediato, para no afectar la eficacia del título”.
En noviembre de ese mismo año se dicta y promulga la Ley 13.031, conocida como “Ley Guardo” en razón de haber sido su autor el diputado nacional por la Capital Federal, Ricardo César Guardo. La ley no utiliza la fórmula “validez nacional” y, sobre los títulos y planes de estudios, se limita a reconocerle competencia al Consejo Universitario (art. 18, inciso 4) sin intervención alguna del Poder Ejecutivo Nacional. Consolidando las tendencias del período de vigencia de la Ley Avellaneda en la materia, mencionaba el inciso 5º de su artículo 2º, sobre funciones de las universidades: “Preparar para el ejercicio de las profesiones liberales, de acuerdo con las necesidades de la Nación, los adelantos técnicos mundiales y las transformaciones sociales, otorgando los títulos habilitantes con carácter exclusivo” (el destacado es propio). Se inaugura con esta ley la idea de los espacios de coordinación interuniversitaria, siempre de difusos límites jurídicos[xviii]. Su artículo 112, inciso 3º le asigna al Consejo Nacional Universitario (conformado por los rectores, bajo la presidencia del Ministro de Educación) competencia para: “Armonizar y uniformar los planes de estudio, condiciones de ingreso, sistemas de promoción, número de cursos y título a otorgar para las mismas carreras”.
Durante la vigencia de la Ley Guardo, se produce en ocasión de la reforma constitucional de 1949 la primera llegada de la autonomía universitaria al parnaso constitucional. Decía el Art. 37, apartado IV, punto 4: “el estado encomienda a las universidades la enseñanza en el grado superior, que prepare a la juventud para el cultivo de las ciencias al servicio de los fines espirituales y del engrandecimiento de la Nación y para el ejercicio de las profesiones y de las artes técnicas en función del bien de la colectividad. Las universidades tienen el derecho de gobernarse con autonomía, dentro de los límites establecidos por una ley especial que reglamentará su organización y funcionamiento.” Semejante reconocimiento autonómico se otorgaba también a las academias que, muy al estilo del modelo napoleónico, se apropiaban de la función científica que quedaba así escindida de la función enseñanza, reservada a las universidades. Tal lo señalado en el punto 5: “corresponde a las academias la docencia de la cultura y de las investigaciones científicas postuniversitarias, para cuya función tienen el derecho de darse un ordenamiento autónomo dentro de los límites establecidos por una ley especial que las reglamente.”
Ya en vigencia el nuevo texto constitucional, fue derogada la Ley Guardo por la Ley 14.297 de 1954 que, en lo que nos convoca, vino a ratificar la tradición en materia de títulos y su validez. Así lo afirma el inciso 5º de su artículo 1º, referido a las funciones de las universidades: “El otorgamiento de los títulos o diplomas para el ejercicio de las profesiones liberales y la reglamentación de su habilitación, reválida y reconocimiento, todo ello con carácter exclusivo”. A su tiempo, el artículo 61, inciso 3º, sobre las competencias del Consejo Nacional Universitario, replicó textualmente el ya citado 112, inciso 3º de la ley universitaria derogada.
Esa ley tuvo vigencia hasta el 7 de octubre de 1955, fecha en que fue derogada por el Decreto 477/55, sancionado por el General Lonardi, que reestableció la vigencia de la Ley 1.597.
El 23 de diciembre del mismo año, se dicta el Decreto-Ley 6.403/55, denominado de “Organización de las Universidades Nacionales” que, bajo la invocación de la autonomía universitaria, derogó los artículos 1º, inc. 6 y 3º de la Ley Avellaneda así como el artículo 36 del estatuto de la Universidad Nacional de La Plata aprobado por Ley 4.699 de 1905; todos ellos vinculados a las potestades del Poder Ejecutivo Nacional para la designación y remoción de profesores universitarios. En relación con el tema en estudio, y con una variación más lingüística que de contenido, el segundo párrafo del artículo 1º del citado decreto-ley dijo: “Se dan a sí mismas (las universidades) la estructura y los planes de estudios que correspondan a la triple finalidad que las caracteriza en el orden de la profesión, de la investigación científica y de la universidad de la cultura. Eligen y remueven a sus profesores, sin intervención del Poder Ejecutivo, y expiden los certificados de competencia que corresponden a los estudios realizados en su seno.”
La novedad vendría en el artículo 28 del decreto-ley, que rezaba: “La iniciativa privada puede crear universidades libres que estarán capacitadas para expedir diplomas y títulos habilitantes siempre que se sometan a las condiciones expuestas por una reglamentación que se dictará oportunamente” (el destacado es propio). Se abriría en la nación una discusión (la llamada de la “libre o laica”) que tendría principal gravitación en la cuestión educativa y universitaria. Lo que corresponde anotar es la diferencia de tratamiento y de texto regulatorio que se sostendría (por lo menos en lo formal) por décadas venideras: Las universidades nacionales expiden per se diplomas habilitantes, mientras que las “libres”, es decir privadas, pueden hacerlo en la medida en que se sometan a una regulación especial que entre otras cosas establecía la necesidad de rendir exámenes ante universidades nacionales.
Ese articulo fue derogado por la Ley 14.557 de 1958, conocida como “Ley Domingorena”, en razón del impulso que le propinó el diputado nacional por la Provincia de Entre Ríos, Horacio Domingorena. Mediante esa ley, la discusión “libre o laica” se saldó en favor de las universidades privadas.
Lleva la firma de Guillermo Borda la nota de elevación del proyecto de “Ley Orgánica de Universidades” que, bajo el número 17.245, fuera sancionada por el General Onganía en 1967. En esta ley, por primera vez, aparece expuesta con claridad la cuestión del alcance territorial de la validez de los títulos y el poder de policía de las provincias. Con todo, seguía siendo potestad exclusiva de las universidades el otorgamiento de los títulos sin intervención alguna del poder ejecutivo. Veamos entonces el inciso e) de su artículo 6º, sobre atribuciones de las universidades nacionales, que dice: “Expedir grados académicos, títulos habilitantes y de idoneidad”. Fijaba el inciso d) del artículo 56, sobre atribuciones del Consejo Superior, la de “Determinar la orientación general de la enseñanza, homologar los planes de estudio; fijar el alcance de los títulos y grados y establecer normas generales de reválida”. Por último, establecía el artículo 87: “Los títulos profesionales, habilitantes y grados otorgados por las Universidades Nacionales tendrán validez en todo el país. Acreditarán idoneidad y los de carácter profesional habilitarán para el ejercicio de las actividades consiguientes, sin perjuicio del poder de policía que corresponde a las autoridades locales” (el destacado es propio). Respecto de la coordinación (arts. 72 y ss.), se advierte una dilución de las competencias del Consejo de Rectores.
La ley universitaria del onganiato fue derogada, ya reestablecida la democracia, por la Ley 20.654, de 1974, familiarmente denominada “Ley Taiana” por referencia al Ministro del ramo de entonces, Jorge Alberto Taiana. En el inciso e) de su artículo 4º, sobre atribuciones de las universidades nacionales, se reiteraba la idea de la validez nacional de los títulos habilitantes, pero ya sin referencia a las competencias provinciales; en estos términos: “Otorgar grados académicos y títulos habilitantes con validez nacional” (el destacado es propio). En similar sentido, el inciso e) del artículo 28 establecía entre las competencias del Consejo Superior, la de “Homologar los planes de estudio propuestos por las facultades o Unidades Académicas Equivalentes, fijar el alcance de los títulos y grados, acordar por iniciativa propia o a propuesta de las Facultades o unidades académicas equivalentes el título de Doctor Honoris Causa o de Miembro Honorario de la Universidad y decidir en última instancia la cuestión sobre equivalencia de títulos, estudios, asignaturas y distinciones universitarias” (el destacado es propio).
A este período corresponde la irrupción de un concepto que haría larga carrera en el régimen universitario de las décadas posteriores: “las incumbencias”. A través de este concepto se fue cimentando una atribución de los ministerios de educación para la definición de las actividades concretas que conformaban el contenido de la habilitación profesional que derivara de cada título expedido por las universidades. La idea de las incumbencias, como atribución ministerial, alcanzaría consagración en legislación universitaria por primera vez con la regulación que del tema hizo la última dictadura, aunque también fue logrando infiltrarse en las sucesivas leyes de ministerios, como competencia de la cartera educativa[xix].
El 29 de marzo de 1976, el General Videla aprobó la ley 21.276 sobre universidades nacionales. La traslación de atribuciones académicas que desde siempre (excepción hecha del citado precedente de la Confederación) en nuestro medio habían estado en cabeza de las universidades, hacia el Poder Ejecutivo, no podía ser más evidente. Patente surge de su artículo 51, que fijaba como competencias del Consejo Superior, en su inciso b) “Proponer al Poder Ejecutivo Nacional a iniciativa del respectivo Consejo Académico la creación o supresión de carreras y doctorados”. Al tiempo que el rezaba el inciso d) “Proponer al Ministerio de cultura y Educación la fijación y el alcance de los títulos y grados y, en su caso, las incumbencias profesionales de los títulos correspondientes a las carreras” (el destacado es propio en ambos incisos).
El artículo 60 recuperó la idea de validez nacional sin perjuicio de la policía de las provincias, que provenía del artículo 80 de la ley 17.245, en estos términos: “Los títulos profesionales habilitantes y los grados académicos otorgados por las Universidades Nacionales tendrán validez en todo el país. Acreditarán idoneidad y los de carácter profesional habilitarán para el ejercicio de las correspondientes profesiones sin perjuicio del poder de policía que corresponde a las autoridades locales” (el destacado es propio).
A su turno, las incumbencias fueron reguladas en el artículo 61, que decía: “Las incumbencias correspondientes a los títulos profesionales otorgados por las Universidades Nacionales serán reglamentadas por el Ministerio de Cultura y Educación” (el destacado es propio).
En 1980, por inspiración de los ministros Llerena Amadeo y Martínez de Hoz, la dictadura sanciona la ley 22.207 que viene a reemplazar la anterior 21.276. Es de destacar que, en la nota de elevación, se refieren los ministros al tema aquí en estudio en estos términos: “La disposición del artículo 60 deslinda claramente los grados académicos de los títulos habilitantes y, sin perjuicio de la lógica validez de ambos en todo el país deja lugar a la intervención del poder de policía de las autoridades locales en lo que respecta al ejercicio de las distintas profesiones. Las incumbencias, sin embargo, correspondientes a los respectivos títulos serán reglamentadas, de acuerdo al artículo 61, por el Ministerio de Cultura y Educación, lo cual tiende a asegurar la razonable y necesaria igualdad en cuanto a la valoración de los títulos expedidos por las universidades” (el destacado es propio). Por cierto, el artículo 51 de la ley insiste con la atribución de “proponer” al ejecutivo a imagen y semejanza de su antecesor inmediato; de igual modo que los artículos 60 y 61 reiteran prácticamente los términos de los artículos previamente transcriptos. El autoritario mecanismo se había consolidado y, como veremos, no terminaría de abandonar la escena del régimen universitario nacional.
A tres días de recobrada la democracia, se dicta el Decreto 154/83 por el que se intervienen las universidades nacionales a efectos de su normalización, reestableciéndose los estatutos que hubieran estado en vigencia al 29 de julio de 1966 (fecha de la llamada “Noche de los Bastones Largos” por alusión a la intervención y represión que la dictadura del General Onganía desplegó sobre las universidades nacionales).
El 13 de junio de 1984 el Congreso Nacional sanciona la Ley 23.068, “Régimen Provisorio de Normalización de Universidades Nacionales”, que ratifica los términos del Decreto 154/83, establece pautas para el proceso de normalización de las universidades nacionales, y deroga la ley 22.207. Esa ley provisoria incurrió en una contradicción que pasó inadvertida en su debate parlamentario: se aprobaron los estatutos vigentes a 1966, en los cuales el régimen de títulos era de exclusivo resorte universitario, como hemos visto; pero al mismo tiempo, se replicó entre las facultades del consejo superior con relación a los títulos (art. 6º, inc. G) el temperamento de las leyes de la dictadura. Establecía el inciso señalado: “Proponer al Ministerio de Educación y Justicia la fijación y el alcance de los títulos y grados y, en su caso, las incumbencias profesionales de los títulos correspondientes a las carreras” (el destacado es propio).
Completado el proceso de normalización, pero sin que aún se hubiera podido dictar la ley universitaria que, se prometía, habría de reemplazar el régimen provisorio de 1984; a tono con la lógica desreguladora imperante, se dicta en 1992 el Decreto 2293/92. Exponen los fundamentos de ese decreto que correspondiendo al Poder Ejecutivo Nacional la determinación de los títulos y sus incumbencias, y teniendo éstos validez nacional, por lo tanto, matriculado que sea un graduado en una jurisdicción, quedaba habilitado para ejercer su profesión sin otro requisito en cualquier otra. El decreto fue objeto de tratamiento por la Corte en 1997[xx], por invocación de un ingeniero agrónomo que, por su merced, se oponía a la exigencia que para matricularse se le formulaba en una jurisdicción distinta a aquella de su matriculación originaria. El tribunal convalidó la exigencia local, descartando la aplicabilidad del decreto, por entender con cita del ya comentado precedente “Molina” que el establecimiento de requisitos no sustantivos para el ejercicio profesional quedaba dentro de la policía de las profesiones, reservada a los estados locales.
Quizás el último hito en esta historia que merezca mención, con carácter previo al advenimiento del régimen actualmente en vigencia, sea el Decreto 256/94. En ese instrumento, se advierte que la ley de ministerios asigna diversas competencias al Ministerio de Educación en relación con los títulos universitarios, con un uso no estandarizado de ciertos términos; razón por la cual, corresponde, se dijo, precisar el sentido y funcionamiento de tales competencias ministeriales. Estableció, en consecuencia, el artículo 1º una serie de definiciones oficiales que hasta nuestros días forman parte del vocabulario universitario: “A los fines del presente decreto denomínase “perfil del título” al conjunto de los conocimientos y capacidades que cada título acredita; “alcances del título”, a aquellas actividades para las que resulta competente un profesional en función del perfil del título y de los contenidos curriculares de la carrera, e “incumbencias”, a aquellas actividades comprendidas en los alcances del título cuyo ejercicio pudiese comprometer al interés público”.
Seguía el decreto señalando, en lo principal, que “El otorgamiento de validez nacional de un título universitario acreditará oficialmente el perfil y alcance del mismo” (art. 2º). También que “sólo se fijarán incumbencias a aquellos títulos cuyo ejercicio profesional pudiera comprometer el interés público y únicamente respecto a las actividades que efectivamente lo comprometan” (art. 3º) y que “El ejercicio de aquellas actividades comprendidas en las incumbencias que se determinen de conformidad con lo dispuesto en el artículo anterior queda reservado exclusivamente para quienes hayan obtenido el título correspondiente en una universidad legalmente autorizada” (art. 4º).
La influencia de ese decreto en el texto del “Régimen de Títulos” a que se dedica la Sección 2ª del Capítulo 3º del Título IV de la actual Ley 24.521 de Educación Superior es evidentísima; bien que, como analizaremos en su oportunidad, limitada por la consagración constitucional de la autonomía, lograda en ese mismo año de 1994[xxi].
IV. Especulación sobre la naturaleza jurídica de las potestades ministeriales.
Surge manifiesto del anterior sobrevuelo que el actual régimen de títulos es el producto de un histórico juego de avances y retrocesos autonomistas. El tradicional temperamento de la licentia docendi, como de resorte universitario sin intervención del gobierno central, vigente desde las Partidas de Alfonso X hasta la ley universitaria del onganiato, fue drásticamente trastocado por las leyes de la última dictadura, que arrebataron esa potestad a las universidades, transfiriéndola al Poder Ejecutivo. A su tiempo, la consagración constitucional de la autonomía, impuso un límite que devuelve, en la actual Ley 24.521, la competencia fundamental a las universidades, pero reserva para el ejecutivo algunas potestades, sin cuyo concurso, los títulos que emitan las casas de estudios carecerían de “validez nacional”. Bien que, sea dicho desde ahora, esas potestades solo pueden ejercitarse “en acuerdo con el Consejo de Universidades”. Oportuno es entonces, antes de concluir estas reflexiones, formular la pregunta, en clave de derecho administrativo, por la naturaleza jurídica de esas potestades ministeriales hijas del sistema actual.
Puede ser conveniente clasificar las potestades ministeriales en forma bipartita, según el criterio de la naturaleza de su actuación, en reglamentarias y particulares. Así, serán reglamentarias las potestades que se manifiesten, siguiendo a Gordillo[xxii], a través de una “declaración unilateral realizada en ejercicio de la función administrativa que produce efectos jurídicos generales en forma directa”. Es decir, tenemos por reglamentarias las potestades que la ley asigna al ministerio para la fijación abstracta de estándares que determinadas carreras deban observar, con prescindencia de cuál sea la universidad que las dicta. Atribuciones como éstas encontramos en la fijación de la “carga horaria mínima” para las carreras de grado (art. 42). Igual carácter tendrá la potestad de establecer “los contenidos curriculares básicos y los criterios sobre intensidad de la formación práctica” para las carreras de grado reguladas por el Estado (art. 43, inc. a). Por último, en lo que nos convoca, encontramos facultades reglamentarias en aquellas por las cuales se “determinará con criterio restrictivo” la nómina de los títulos que correspondan a profesiones reguladas por el Estado, “así como las actividades profesionales reservadas exclusivamente para ellos” (art. 43, in fine).
Es de señalar que, en los tres casos, el ejercicio de estas potestades reglamentarias atribuidas al ministerio, viene condicionado por la fórmula “en acuerdo con el Consejo de Universidades”. Ese órgano de coordinación, regulado por el artículo 72 de la Ley, está integrado por “el Comité Ejecutivo del Consejo Interuniversitario Nacional, por la Comisión Directiva del Consejo de Rectores de Universidades Privadas, por un representante de cada Consejo Regional de Planificación de la Educación Superior -que deberá ser rector de una institución universitaria- y por un representante del Consejo Federal de Cultura y Educación”, bajo la presidencia del Ministro. Las decisiones que el Consejo de Universidades adopte, en relación con estas competencias ministeriales que requieren su acuerdo, no parecen ajustarse a la naturaleza de dictámenes técnicos preparatorios de posteriores decisiones unilaterales que puedan o no apartarse fundadamente de lo dictaminado. En efecto, clarifica el artículo 10 del Decreto 499/95, reglamentario de la Ley de Educación Superior, que “El MINISTERIO DE CULTURA Y EDUCACION sólo podrá apartarse de los dictámenes producidos por el CONSEJO DE UNIVERSIDADES como consecuencia de las consultas efectuadas en virtud de lo previsto en los artículos 45 y 46, inciso b) de la Ley N. 24.521, por razones debidamente fundamentadas. En los supuestos en que la ley requiere el acuerdo de dicho organismo para la toma de decisiones, el Ministerio no podrá prescindir del mismo por ninguna circunstancia.” Cualquier otro temperamento, haría de la promesa constitucional de la autonomía académica, letra muerta.
Así las cosas, entendemos que el ejercicio de estas atribuciones reglamentarias que venimos tratando, se concreta en los llamados actos complejos, que requieren indispensablemente el concurso de la conformidad de dos órganos diversos[xxiii]: El Consejo de Universidades, por un lado; y luego el ministerio de educación.
Pero, por debajo de esas potestades ministeriales generales que hemos llamado reglamentarias, existirán otras, particulares, por las cuales el ministerio otorgue el “reconocimiento oficial de los títulos que expidan las instituciones universitarias”, reconocimiento conforme al cual “tendrán validez nacional” (art. 41). Es decir, una vez fijados los estándares generales abstractos por vía de las potestades reglamentarias que desarrollamos antes, cada universidad de acuerdo a su Estatuto decidirá autónoma y unilateralmente la creación de tal o cual carrera (art. 29, inc. D). Esa carrera, en consecuencia, existe desde el momento de su creación por la autoridad universitaria competente[xxiv]. La creación de una carrera implicará en el mismo acto la aprobación del plan de estudios, el título que esa carrera confiere a sus graduados y las actividades para las que tendrán competencia sus poseedores; es decir, los “perfiles” y “alcances” a los que refería el Decreto 256/94 más arriba examinado. El acto por el cual una universidad crea una carrera es un acto de alcance general (evitaremos ingresar en la consideración del eventual carácter reglamentario o no), en la medida en que proyecta sus efectos jurídicos sobre una pluralidad indeterminada de situaciones futuras (las que se derivaren, por ejemplo, de las inscripciones, promoción y egreso de los estudiantes que se interesen por la misma) y sus efectos derivan de manera directa e inmediata del acto de creación que es, en ese sentido, perfecto.
Ahora bien, lo normal será que la universidad creadora de la una carrera cualquiera, pretenda que el título respectivo goce del “reconocimiento oficial” y la consecuente “validez nacional”; porque de ese modo podrá acceder a programas estatales de mejoramiento, sus graduados accederán más fácilmente a becas y subsidios estatales y la aceptación de sus diplomas será obligatoria para las autoridades provinciales a cargo de la policía de las profesiones. Sin embargo, podría ocurrir, y en efecto ha ocurrido, que algunas universidades decidan no requerir del ministerio tal reconocimiento para algunas de sus carreras[xxv]; sin que ello obste por si mismo a que los órganos locales que tengan a su cargo la policía de las profesiones puedan, si así lo juzgan, aceptar los diplomas en esa condición para el ejercicio profesional.
Entonces, queda por resolver la pregunta por la naturaleza de aquellas potestades particulares del ministerio, en ocasión en que una universidad se presente ante sus estrados solicitando el reconocimiento oficial para el título que otorga una carrera previamente creada en su sede. En primer orden corresponderá definir si se trata de una de las llamadas potestades regladas o mayormente discrecionales de la administración. Evidentemente la respuesta debe inclinarse por el carácter reglado, toda vez que sería inconciliable con la autonomía consagrada constitucionalmente, y en el sentido del citado fallo “Universidad de Mar del Plata”, que en tal ocasión el ministerio pudiera apelar a criterios de oportunidad, mérito o conveniencia. Por el contrario, la intervención ministerial queda, lógicamente, limitada a la constatación de que la carrera, su plan de estudios, el título y demás elementos que la conforman, se ajuste a los estándares previamente determinados con carácter general en los reglamentos que se hubieran dictado de conformidad a lo previsto por los artículos 42, 43, inc. a y 43, in fine, examinados más arriba. Si la carrera cumple con esas condiciones, entonces se otorgará el reconocimiento; caso contrario, le será rechazado.
Así las cosas, parece claro que nos encontramos frente a lo que la doctrina ha llamado “técnicas de habilitación”[xxvi], o “medios formales individuales de acción de la policía”[xxvii], o como los llama Gordillo “actos de control”. Aclara Gordillo: “Desde luego, los actos de control no son necesariamente actos administrativos, sino sólo cuando producen efectos jurídicos directos; así entonces el control se manifiesta a veces por actos administrativos de autorización, aprobación, sanción, reparo u observación legal, mientras que en otros casos el control se expresa a través de actos emanados de la administración pública que no son productores de efectos jurídicos directos, tales como las consultas, la visa, el informe, la inspección, etc” [xxviii]. La doctrina no ha sido uniforme en el uso de las categorías que definen la actividad administrativa de control, observándose diversos vocablos para designar situaciones más o menos similares. Pese al tiempo transcurrido, estimamos clarificadora la clásica categorización que realiza Marienhoff[xxix]; razón por la cual, será esa la que utilizaremos para analizar la naturaleza de las potestades ministeriales particulares que estamos estudiando.
Así, de los medios de control o fiscalización que trata el citado autor, entendemos que la competencia ministerial bajo análisis se corresponde mejor que con las demás con la categoría del “visto-bueno”, descripta en estos términos: “El visto-bueno -nihil obstat- o simplemente el “bueno”, es el asentimiento dado por un órgano administrativo a un acto de otro órgano administrativo, o de un particular, por considerarlo ajustado a derecho.
“El “visto-bueno” es un tipo de control que sólo contempla la “legitimidad” del acto respectivo. De ahí que su diferencia con la “aprobación” consista en el distinto grado de penetración de dicho control, pues mientras la “aprobación” contempla la legitimidad y el mérito, el “visto-bueno” sólo contempla la “legitimidad” del acto.
“Son aplicables al “visto-bueno” los principios expuestos acerca de la “aprobación”, pues, en realidad, constituye una aprobación limitada a la “legitimidad” del acto. El “visto” no contempla el control de oportunidad. El “visto” que se otorgare con relación a la “oportunidad”, mérito o conveniencia, de un acto, substancialmente será una “aprobación”[xxx]. Respecto de la aprobación, la define así: “La aprobación es el acto administrativo que acepta como bueno un acto de otro órgano administrativo, o de una persona particular, otorgándole así eficacia jurídica”[xxxi]. En nuestro caso, habrá que clarificar que el acto previo de creación de la carrera por parte de la universidad, al ser perfecto y publicado, ya gozaba de la eficacia que le acuerda la Ley 19.549. El visto bueno ministerial viene a agregar, a esa eficacia propia, una serie adicional de efectos derivados del reconocimiento oficial y consecuente validez nacional, conforme se ha descripto.
Aclara el maestro, sobre la figura de la aprobación, pero en reflexión que resulta aplicable al caso en estudio, que: “La “aprobación” no se otorga de “oficio” por el órgano controlante: debe ser “requerida” por el órgano o personas controlados. Tal lo que ocurre en materia de “autorizaciones”, también aquí se produce una integración de voluntades: del órgano controlante y del órgano o personas controlados. Pero a pesar de esta coexistencia de voluntades, tampoco la “aprobación” constituye un acto “complejo”: trátase de dos actos distintos, el que se aprueba y el acto por el cual se da la aprobación. El acto que se aprueba es, de por sí, un acto válido, desde que ha nacido conforme a los requisitos exigidos por la ley; el acto que da la aprobación sólo le otorga “eficacia” a ese acto válido anterior… Ranelletti expresa que la aprobación, por ser acto de control, y precisamente por ser tal, no se funde con el ato controlado que es ya de por sí un acto perfecto; la aprobación, agrega, no constituye un elemento de la perfección del acto aprobado, al que solo le otorga eficacia o ejecutoriedad. La aprobación, pues, no constituye un acto complejo. Esto tiene repercusiones prácticas de importancia: a) en primer lugar, tratándose de actos distintos, la extinción del acto aprobado podrá realizarla la autoridad que lo emitió, sea valiéndose de la revocación o de otro medio extintivo, sin más obligación que el respeto debido a las reglas correspondientes, pero sin que para ello sea óbice alguno el acto de aprobación; b) en segundo lugar, siendo válido desde su origen el acto aprobado, y desde que el acto de aprobación sólo incide en la ejecutoriedad de aquél, la aprobación surte efectos retroactivos, ex tunc, a la fecha del acto aprobado”[xxxii].
Así las cosas, el acto por el cual el ministerio otorga el reconocimiento oficial a un título derivado de una específica carrera previamente creada por una universidad, es un acto administrativo de alcance particular, de control bajo la especie del visto bueno, por el cual el ministerio se limita a verificar si la carrera se ajusta a los reglamentos vigentes dictados en acuerdo con el Consejo de Universidades. Una vez dictado el acto y notificado a la universidad requirente, nace en el patrimonio de ésta[xxxiii] un derecho perfecto a ofrecer válidamente a la comunidad esa carrera con títulos dotados de validez nacional; razón por la cual, el acto será irrevocable[xxxiv].
V. Evocación final.
Hemos querido a través de estas breves reflexiones poner el foco en la naturaleza jurídica de las potestades que las autoridades educativas nacionales tienen asignadas en relación con el corazón mismo de la autonomía académica de las universidades nacionales: esto es, el régimen de títulos y carreras.
Un repaso histórico nos permitió identificar las marchas y contramarchas que en nuestro derecho ha tenido la cuestión y cómo, en qué contextos y bajo qué paradigmas y cosmovisiones se fueron forjando los institutos que hoy dan forma al vigente régimen previsto en la Ley de Educación Superior, que ya cuenta 29 años de vigencia ininterrumpida.
Sea quizás apropiado evocar los orígenes medievales de la autonomía, en buena medida cercenada por las tendencias autoritarias de los excesos reglamentaristas de algunas legislaciones contemporáneas. Tal vez las universidades, por sus especiales características e historia, merezcan en el corazón de los pueblos tanta o más confianza que las burocracias del poder central. Así pareció entenderlo Alfonso X, El Sabio, cuando en la Ley VI, del Título XXXI de la Segunda de sus Siete Partidas, dijo: “Ayuntamiento et confradías de muchos homes defendieron los antiguos que nos se ficiesen en las villas nin en los regnos, porque dellas se levanta siempre mas mal que bien: pero tenemos por derecho que los maestros et los escolares puedan esto facer en estudio general, porque ellos se ayuntan con entención de facer bien, et son extraños et de logares departidos: onde conviene que se ayuden todos á derecho quando les fuere meester en las cosas que fueren á pro de sus estudios ó amparanza de sí mesmos et de lo suyo.”
Rafael Clark
Agosto 2024
[i] Promulgada parcialmente por Decreto 268/95, del 07 de agosto de 1995, que fuera publicado junto con la ley en la edición Nº 28.204 del Boletín Oficial de la República Argentina de fecha 10 de agosto de 1995. Parcial fue la promulgación, toda vez que el citado decreto observó la frase “como materia autónoma” en el inciso e) del artículo 29 del proyecto sancionado; y en el artículo 61 del proyecto sancionado la frase “otorgables por el Congreso de la Nación y ejecutables en base a lo dispuesto por el artículo 75, inciso 19 de la Constitución Nacional, por parte del Tesoro de la Nación”. La primera observación elimina la condición de materia autónoma que el proyecto sancionado había otorgado a la ética profesional, con fundamento en que el Presidente de la Nación juzgó que tal aspecto es fundamental y debe estar presente en todo programa de estudio y cada una de sus asignaturas. La segunda de las observaciones, por la cual se suprime la potestad congresional para conceder becas, se fundó en la invocación de una supuesta afectación de atribuciones reservadas al Poder Ejecutivo.
[ii] Sin adicionarle los años en que recobró vigencia entre 1955 y 1967.
[iii] Comparte esta característica solo con la Ley 14.297, vigente entre 1954 y 1955, que reguló bajo la vigencia de la Constitución de 1949, cuyo artículo 37, apartado IV, punto 4 decía en lo que nos convoca: “Las universidades tienen el derecho de gobernarse con autonomía, dentro de los límites establecidos por una ley especial que reglamentará su organización y funcionamiento”.
[iv] Fallos 321:3513 entre muchos otros.
[v] Martínez, Leandro A., “La autonomía de las universidades nacionales en el sistema constitucional argentino”, Revista Derechos en Acción, Nº 12.
[vi] GARCÍA DE ENTERRÍA, Eduardo, “Autonomía Universitaria”, Revista de Administración Pública Nº 117, septiembre – diciembre 1988, Centro de Estudios Constitucionales.
[vii] Fallos 314:57/0.
[viii] Fallos 326:1355.
[ix] BUCHBINDER, Pablo, Historia de las Universidades Argentinas, Bs. As., Sudamericana, 2005.
[x] GARRO, Juan M., Bosquejo Histórico de la Universidad de Córdoba, Bs. As., Imprenta y Litografía de M. Biedma, 1882.
[xi] Las Siete Partidas. Edición de 1807 de la Imprenta Real. Tomo II. Real Academia de la Historia. Boletín Oficial del Estado. Recuperado de https://www.boe.es/biblioteca_juridica/publicacion.php?id=PUB-LH-2021-217.
[xii] LE GOFF, Jacques, Los intelectuales en la edad media, Trad.: Alberto L. Bixio, 4ª ed., Barcelona, Gedisa, 2008.
[xiii] MIGNONE, Emilio F., “Título académico, habilitación profesional e incumbencias”, Rev. Pensamiento Universitario, Buenos Aires, año 4, nº 4/5 (agosto de 1996), pp. 83-99.
[xiv] Debate Parlamentario sobre la Ley Avellaneda, Departamento Editorial de la Universidad de Buenos Aires, Bs. As., 1959.
[xv] Fallos 136:375. Cierto es que anteriormente ya había tratado la Corte cuestiones sobre los límites a los requisitos provinciales para el ejercicio profesional (Fallos, 97:367, del 08/08/1903, por el que se validó la exigencia de diploma de farmacéutico para estar frente a una farmacia en la provincia de Mendoza; Fallos, 117:432, del 16/10/1913, donde se rechaza la inconstitucionalidad de la exigencia de una garantía para ejercer como ingeniero en la Provincia de Mendoza), pero en ninguno de esos precedentes, como en citado de Camperchioli, el tribunal expone con tanto énfasis la cuestión vinculada a la validez de los diplomas universitarios.
[xvi] Fallos 156:290.
[xvii] Fallos 207:159.
[xviii] ERREGUERENA, Fabio, El poder de los rectores en la política universitaria argentina 1985-2015, Bs. As., Prometeo, 2017.
[xix] Ver el enjundioso estudio que al respecto hace MIGNONE, Emilio F., “Las incumbencias”, Bs. As., Centro de Estudios Avanzados, Universidad de Buenos Aires, Documento 1/94, 1994.
[xx] Fallos 320:89.
[xxi] Ha señalado ÁLVAREZ, Gonzalo, Misión Cumplida. Cómo la Reforma Universitaria llegó a la Constitución Nacional, Bs. As., EUDEBA/Ediar, 2023, p. 83, cómo en buena medida la inclusión, entre los debates de la Convención Constituyente, de la cláusula actual sobre autonomía y gratuidad, que no estaba prevista en el Núcleo de Coincidencias Básicas; fue una maniobra preventiva de las líneas con que el oficialismo de entonces se enderezaba hacia la regulación del sistema educativo en general y universitario en particular.
[xxii] GORDILLO, Agustín, Tratado de Derecho Administrativo y Obras Selectas, Bs. As., Fundación de Derecho Administrativo, 2013, T. I, p. VII-17.
[xxiii] Tal como fueran referidos en Fallos 334:626 o en Dictámenes 324:188, por citar solo dos ejemplos.
[xxiv] Será materia reservada a cada estatuto la determinación de esa competencia y los procedimientos que resulten obligatorios. Para el caso de la Universidad Nacional de La Plata, por ejemplo, se fija la competencia del Consejo Superior de la Universidad (arts. 56, inc. 18) a propuesta del Consejo Directivo de la Facultad en que la carrera vaya a afincarse (art. 80, inc. 4º).
[xxv] Quizás el ejemplo más paradigmático haya sido el que se derivó del caso “UBA c/ Estado Nacional” en que, con fecha 19/02/1996, se declaró por el Juzgado Nacional en lo Contenciosoadminisrativo Federal Nº 1 (LL Online, AR/JUR/5832/1996), en resolutorio que quedó consentido, la inconstitucionalidad de los artículos 42 y 43 entre otros de la Ley 24.521; razón por la cual sendas facultades de la Universidad de Buenos Aires evitaron durante muchos años la prosecución del reconocimiento ministerial de sus carreras.
[xxvi] BALBÍN, Carlos F., Tratado de Derecho Administrativo, 2ª ed., Bs. As., La Ley, 2015, Tomo II, p. 530.
[xxvii] COMADIRA, Julio R. y ESCOLA, Héctor J., Curso de Derecho Administrativo, 1ª ed, 2ª reimpresión, Bs. As., Abeledo Perrot, 2018, T. I, p. 668.
[xxviii] GORDILLO, op. cit., T.III, p. II-20.
[xxix] MARIENHOFF, Miguel S., Tratado de Derecho Administrativo, Tomo I, 5ª ed., Abeledo-Perrot, Bs. As., 1995.
[xxx] MARIENHOFF, op. cit., p. 678/679.
[xxxi] MARIENHOFF, op. cit., p. 667.
[xxxii] MARIENHOFF, op. cit., p. 670/671.
[xxxiii] Que es distinto e inconfundible del patrimonio de la persona jurídica Estado Nacional de conformidad con lo normado por artículo 59 de la Ley de Educación Superior, especialmente el in fine de su inciso f).
[xxxiv] MARIENHOFF, op. cit., p. 675/676.