Por Miguel Nathan Licht (*)
Invitado en Palabras del Derecho
Si el rechazo de la ley fue en particular, surge la pregunta: ¿Puede la cámara de diputados insistir? Bueno, depende. La posibilidad de insistencia no es un sí o no absoluto; se entrelaza con varios factores que deben considerarse. ¿Fue el rechazo sustancial o solo afectó una parte menor de la legislación? ¿El contenido rechazado es central para el propósito de la ley? Estas son preguntas clave que influyen en si la insistencia es viable y, de ser así, cómo proceder.
En cambio, prestigiosa doctrina ha dicho que solamente el rechazo total de un proyecto de ley aprobado por la cámara de origen impide que se active el mecanismo de insistencia. En esa lógica, un rechazo de un artículo implica lisa y llanamente una corrección de la cámara revisora que puede ser dejado sin efecto por la insistencia de la cámara de origen.
El fundamento medular de esa interpretación subyace en la lectura de la regla del artículo 81 de la Constitución, en cuanto pareciera distinguir entre: a) el rechazo total de la cámara revisora, previendo un efecto jurídico bien concreto (la imposibilidad de volver a presentar un proyecto de ley en el mismo sentido en el ejercicio legislativo) y b) respecto a otros casos, a contrario sensu, donde se contemplaría la posibilidad de insistencia por parte de la cámara de origen.
En las condiciones indicadas, téngase presente que estamos analizando un texto legal. ¿Alguna vez tomaron un curso de derecho constitucional en donde, sorpresa, se les pidió que llevaran una constitución y un diccionario? ¡Vaya novedad! ¿Y qué tal cuando el profesor de derecho fue reemplazado por un erudito en letras? ¡Eso sí que tiene sentido! Porque, claro, ¿quién mejor para interpretar un cuerpo de leyes que alguien que analiza novelas?
Tomando nota de lo anterior, debe advertirse que la determinación del significado requiere que el lenguaje sea interpretado no solo según el entendimiento de las palabras, sino también de acuerdo con las reglas interpretativas aplicables a ese tipo de lenguaje y documento.
A todas luces, un intérprete razonable y conocedor utilizaría las reglas interpretativas consideradas aplicables en ese momento, ya que no sería razonable ignorar las reglas que debían aplicarse al lenguaje de un documento particular. Así, por ejemplo, si la regla contra la redundancia era aplicable en el momento de la promulgación de la Constitución, debería aplicarse para preferir interpretaciones que no hicieran redundantes las disposiciones o palabras de la Constitución.
Efectivamente, aunque a veces se piensa que el enfoque requiere seguir el significado ordinario del lenguaje, esto no es necesariamente cierto. En ocasiones, un intérprete razonable actuaría de manera absurda al suponer que el significado de un documento es el que un lector ordinario le atribuiría.
Al respecto, debe recordarse que la Constitución no está escrita en lenguaje ordinario, sino en el lenguaje del derecho. Como resultado, las reglas interpretativas legales, que son convenciones únicas de la profesión jurídica, son importantes para determinar su significado. Así como los términos legales se fijan en función de su significado legal en el momento de la promulgación, también las reglas interpretativas legales se determinan por evidencia de su uso en la comunidad legal de ese tiempo. Estas reglas incluyen no solo reglas sustantivas legales, sino también reglas sobre interpretación, como la relevancia del propósito para determinar el significado de términos ambiguos.
La CSJN ha sostenido que, al interpretar una norma, sin importar su índole, se debe tener primordialmente en cuenta su finalidad. Esto se ha establecido en varios fallos (Fallos: 305:1262; 322:1090; 330:2192; 344:1810). La CSJN considera que no siempre es recomendable atenerse estrictamente a las palabras de la ley, ya que el espíritu que la nutre debe determinarse en procura de una aplicación racional que elimine el riesgo de un formalismo paralizante (Fallos: 326:2095; 329:3666; 330:2093; 344:223). Lo importante no es ceñirse a rígidas pautas gramaticales, sino comprender el significado profundo de las normas (Fallos: 344:2591). En este sentido, la CSJN ha afirmado que los magistrados, al momento de juzgar, no pueden dejar de evaluar la intención del legislador y el espíritu de la norma (Fallos: 323:3139). La interpretación de la ley debe practicarse teniendo en cuenta la finalidad perseguida por las normas (Fallos: 284:9), investigando, más allá de lo que parecen decir literalmente, lo que dicen jurídicamente (Fallos: 294:29). Además, la CSJN ha explicado que debe preferirse siempre la interpretación que favorezca a los fines que inspiran la ley y no la que los dificulte (Fallos: 326:3679; 330:2093; 344:223; 344:2513). Al interpretar una norma, es necesario indagar la "ratio legis" y el espíritu de la misma, evitando que posibles imperfecciones técnicas en la redacción legal frustren los objetivos del precepto legal (Fallos: 344:1539). La CSJN enfatiza que no es el espíritu de la ley el que debe subordinarse a las palabras, sino estas al espíritu de la ley, especialmente cuando dicha "ratio" se vincula con principios constitucionales que siempre deben prevalecer en la interpretación de las leyes (Fallos: 323:212). Añadido a lo anterior, se ha dicho que la exégesis de la ley requiere máxima prudencia, evitando interpretaciones que puedan llevar a la pérdida de un derecho o que el excesivo rigor de los razonamientos desnaturalice el espíritu que ha inspirado su sanción (Fallos: 326:2390; 329:2890; 330:135)
Téngase presente que el lenguaje jurídico es uno de los muchos lenguajes técnicos, junto con los lenguajes de la medicina y la psicología. Los abogados aprenden a usar el lenguaje jurídico en la escuela de derecho y lo emplean de manera natural en su práctica profesional. No es sorprendente que este lenguaje incluya términos más exactos y más reglas que ayudan a precisar el significado en comparación con el lenguaje ordinario. El derecho necesita mayor precisión y ha tenido siglos para desarrollar métodos para lograrlo. Efectivamente, existe una abrumadora evidencia de que la Constitución original está escrita en el lenguaje del derecho. Esta evidencia comienza con la propia declaración de la Constitución en cuanto proclama que la Constitución es ley suprema (art.31). Pero aún más importante es la prevalencia de términos legales en la Constitución. Por ejemplo, contribuciones directas e indirectas.
Todos estos términos alertan al lector de que el documento es legal. Una vez que el lector es consciente de esto, un intérprete razonable debe tener en cuenta numerosos usos de otros términos, como "emergencia", “materia administrativa”, “delegación”, que podrían tener un significado legal. La Constitución también hace referencia a varias reglas interpretativas legales. Verbigracia, las declaraciones, derechos y garantías que enumera la Constitución no serán entendidos como negación de otros derechos y garantías no enumerados; pero que nacen del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno (art. 33). También dispone que los pactos internacionales a los que se reconoce jerarquía constitucional no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos (art. 75 inc.22).
Así las cosas, no hace falta ser un genio para darse cuenta de que una ley en la República Argentina necesita el consenso de la mayoría de los diputados, senadores y, por supuesto, del Presidente de la Nación. La Constitución lo expresa con claridad: "Aprobado por ambas (cámaras), pasa al Poder Ejecutivo de la Nación para su examen; y si también obtiene su aprobación, lo promulga como ley." (art. 78) ¿Y qué es lo contrario de la aprobación? Un estudiante lo diría sin pestañear: el rechazo. Pero, aquí viene lo interesante, pareciera que el rechazo debe ser total y absoluto para que no se considere que la mayoría del cuerpo legislativo aprobó el proyecto de ley. Si el rechazo es parcial, nos encontramos con una especie de aprobación condicionada, cuyos efectos jurídicos quedan en manos de la cámara de origen.
Pero ya lo dije antes, la literalidad se queda corta. Los textos son para los operadores jurídicos, no para recitarlos sin más. En este caso, la supuesta interpretación literal que se quiere colgar del artículo 81 de la Constitución no se sostiene cuando la examinamos junto al resto del ordenamiento constitucional y, en particular, junto al artículo 79. Téngase en cuenta que este precepto legal contempla justamente el desdoblamiento del tratamiento de un proyecto tanto en general como en particular. Y no se anda con chiquitas: en cuatro ocasiones el texto blande el verbo "aprobar", dejando claro que se hace eco del artículo 77, que exige la aprobación de ambas cámaras para que el proyecto avance al Ejecutivo.
Permítanme un ejemplo para mostrar lo endeble de la interpretación que le quiere dar siempre al rechazo en particular un aire de corrección susceptible de insistencia por parte de la cámara de origen. Imaginemos qué ocurriría con un proyecto de ley aprobado en general por la cámara revisora, pero con cada uno de sus artículos rechazados en particular. Este no es un ejemplo sacado de la manga; recordemos que la votación en el senado terminó empatada. Si la Vicepresidente de la Nación se hubiera ausentado y los senadores votaban en el mismo sentido que en la general, hubiéramos estado ante un escenario bastante curioso. La ley hubiera sido aprobada en general y todos y cada uno de los artículos rechazados en particular.
¿Necesitamos más ejemplos para entender el asunto? Vamos allá: Imaginemos una reforma al Código Civil y Comercial. La propuesta surge en la Cámara de Senadores y, entre varias modificaciones, se aprueba la alteración del matrimonio igualitario. ¿Qué debería hacer un diputado que aplaude casi todo el articulado pero rechaza con vehemencia esta reforma específica? Según la interpretación que se maneja, en este escenario hipotético, los diputados de izquierda estarían “aprobando” la derogación del matrimonio igualitario simplemente por el hecho de aprobar en general la reforma al código civil. ¿Realmente, esta era la intención y el espíritu de la Constitución?
Seamos claros sobre la complejidad de conseguir la aprobación de un código de fondo cuando las cámaras legislativas ostentan mayorías con signos políticos diametralmente opuestos. Ya no se trataría solo de buscar el consenso entre ambas cámaras, sino de jugar al ajedrez político para decidir en qué cámara iniciar el proyecto de ley según convenga al presidente de la nación. Imaginemos, por un momento, una reforma al código penal en un escenario donde la mayoría de los senadores siga la corriente de Zaffaroni, mientras que la mayoría de los diputados piense al estilo de Jakobs. ¿El resultado? Un Código Penal "aprobado" por ambas cámaras, en un ejercicio de malabarismo político que rozaría lo absurdo.
Más todavía, en un movimiento audaz, el Poder Ejecutivo aprovecha la ley de presupuesto para colar reformas a todos los códigos y propone votar todo el paquete a libro cerrado. Cuenta con mayoría en una cámara, pero en la otra es minoría. ¿La jugada maestra para evitar la insistencia es forzarles a la oposición rechazar la ley entera? ¡Qué estrategia tan sutil! ¿Es este el juego democrático que pensó el constituyente?
Ah, el textualismo, esa elegante obsesión por las palabras tal y como están escritas, sin distracciones de contexto, intención o, ¡Dios nos libre!, sentido común. Qué maravilla es ver cómo algunos se dedican a adorar los textos sagrados de la ley con la misma devoción que los Caraítas de antaño, aquella secta judía del siglo VIII que, en un gesto de puro minimalismo interpretativo, decidió que el Talmud era demasiado mainstream, gracias. Es fascinante imaginar a estos ascetas del análisis legal, escudriñando cada palabra, cada coma, como si estuvieran desentrañando los secretos del universo, armados con sus lupas metafóricas. La idea de que cualquier desviación del texto original podría llevar a una hecatombe interpretativa es, por supuesto, la joya de la corona de esta teoría. Después de todo, ¿quién necesita interpretación contextual cuando uno puede simplemente leer las palabras y asumir que la verdad se revelará por sí misma? Hombres de una determinación textual que haría palidecer al más ferviente de los Caraítas. Su desdén por cualquier tipo de interpretación que no sea estrictamente literal es casi poético. Imagino que, en sus días de descanso, se sientan en sus sillones de cuero, un diccionario en una mano y la Constitución en la otra, deleitándose en la pureza de las palabras impresas. Así que, adelante, sigamos rindiendo culto al textualismo. Ignoremos esos molestos detalles contextuales, la intención del legislador y cualquier indicio de que la ley podría evolucionar con el tiempo. Después de todo, ¿por qué complicar lo que puede ser maravillosamente simple? La letra es la letra, y nada más que la letra.
En ese contexto, no hay que olvidar que la Constitución establece que la delegación legislativa está permitida en tiempos de emergencia pública y no pone límites explícitos a la materia delegada. Así, uno podría imaginar una ley que delegue al Poder Ejecutivo el poder de crear y eliminar tributos y, para aumentar la alarma, que esta ley entre en vigor solo con la aprobación de la cámara de diputados y el rechazo de los senadores, si la delegación se incluye en una ley aprobada en general.
De igual manera, absorto leo que cierta literatura prestigiosa confunde la modificación del texto aprobado en la cámara de origen mediante la supresión de una parte del texto con un rechazo directo y sin contemplaciones. Claramente, no sería lo mismo eliminar uno de los requisitos para configurar el hecho imponible que rechazar la creación del hecho imponible.
En efecto, no sería lo mismo eliminar, en un proyecto en revisión, el inciso 3) del artículo 2 de la ley del impuesto a las ganancias, que establece que los resultados provenientes de la venta de bienes inmuebles amortizables son ganancias, sin importar quién las obtenga, que rechazar una modificación completa del objeto del hecho imponible en el impuesto a las ganancias.
Acaso hubiera sido lo mismo si la cámara de senadores eliminaba la incorporación del instituto del silencio positivo en la Ley de Procedimiento Administrativo, que si rechazaba la reforma en su totalidad. En efecto, ¿sería lo mismo si la cámara de senadores hubiera decidido simplemente rechazar esta novedosa incorporación en lugar de tirar la reforma entera por la ventana? Claro que no. En el primer caso, simplemente están arrancando una página específica del guion legislativo. Pero rechazar la reforma completa, eso es otra cosa, eso es como incinerar el guion entero. Así que, no, definitivamente no sería lo mismo. Un acto afecta solo una escena de la obra; el otro, bueno, cierra el teatro por la temporada.
En un tono más coloquial y accesible, consideremos el proceso legislativo como el simple acto de elegir entre pasta o carne en un vuelo. Cuando se propone una ley, es como cuando la azafata te presenta las opciones de comida. La cámara de origen, como el primer pasajero a quien se le pregunta, tiene la primacía de elección, decidiendo primero qué opción prefiere, definiendo así la dirección inicial de la propuesta. Si esta cámara decide rechazar la propuesta, como un pasajero que no quiere ni pasta ni carne, entonces no hay espacio para insistir; no se puede forzar al pasajero a comer algo que no quiere. De la misma manera, ciertos tipos de propuestas legislativas no pueden simplemente ser "insistidas" o reimpulsadas sin una reconsideración y un acuerdo más amplio si han sido rechazadas en su esencia. El acto de elegir entre pasta o carne refleja la "voluntad decisoria" de comer en ambos casos, pero la elección específica y la decisión final recaen en quien elige primero. La dinámica entre rechazo e insistencia en el ámbito legislativo maneja un equilibrio similar: hay una elección a ser hecha, pero una vez que una opción es rechazada completamente, esa decisión debe ser respetada, a menos que un consenso más amplio pueda ser alcanzado para revivir la propuesta en una forma aceptable para todas las partes involucradas.
A estas alturas usted me preguntará quien decide si lo rechazado es una voluntad decisoria definitiva que no admite vuelta atrás. Justamente es la cámara revisora la primera y única interprete de su voluntad, que al comunicar a la cámara de origen sobre el resultado de la votación, le hará saber que asuntos podrán ser objeto de insistencia y cuáles no. Respecto de la no justiciabilidad de este punto ya me expresé hace veinticinco años al escribir sobre la promulgación parcial de las leyes de contenido tributario y vuelvo a ratificarlo.
En efecto, la cámara revisora juega un papel crucial como árbitro final de la voluntad legislativa. Al igual que un director de orquesta asegura que cada sección toque en el momento correcto y de la manera adecuada, la cámara revisora determina cuál es el destino final de cada elemento de una propuesta legislativa. En su sagrada función, comunica claramente a la cámara de origen qué partes de la propuesta legislativa pueden ser reconsideradas y cuáles están definitivamente fuera de juego. En este proceso, la cámara revisora no solo actúa como un guardián que evalúa la adecuación de la propuesta inicial sino también como la voz definitiva que puede cerrar el camino a futuras discusiones sobre ciertos aspectos rechazados, asegurando así una línea clara y decisiva que guía el proceso legislativo hacia su conclusión. La decisión de la cámara revisora sobre qué aspectos rechazados son finalmente insostenibles es esencial para mantener el orden y la eficacia del proceso legislativo.
El meollo del asunto radica en si el rechazo es divisible y si afecta negativamente al proyecto en su esencia. La dinámica entre el rechazo particular y la insistencia radica en que las normas regresen a la cámara de origen sin afectar la voluntad decisoria de la cámara revisora. Por ejemplo, no es lo mismo rechazar un nuevo supuesto de inimputabilidad que hacerlo respecto de la adición de un nuevo tipo penal. En el primer caso, se podría admitir la insistencia de los diputados, habida cuenta de que la oposición no afecta el instituto jurídico reglamentado en sí. Sin embargo, no se podría precaver la existencia de una nueva figura delictiva con el aval de solo una cámara.
En definitiva, en este delirante laberinto que llamamos proceso legislativo, quizás se pregunten: ¿quién tiene la última palabra cuando algo es rechazado? Pues bien, la cámara revisora, esa gran maestra de ceremonias, tiene el privilegio de ser la intérprete final de su propia voluntad. Con una mezcla de solemnidad y el suspense digno de un final de temporada, le informa a la cámara de origen los resultados de la votación, aclarando cuáles asuntos son dignos de una segunda ronda y cuáles deben ser archivados en el olvido.
Hoy gobiernan unos, mañana otros; pero lo que realmente se queda grabado en piedra son las consecuencias de las interpretaciones y las prácticas.
(*) Abogado