El sinuoso camino en torno a la inconstitucionalidad de la Ley de Obediencia Debida.
Por Patricio J. Santamarina (*)
A modo preliminar
A cuarenta años de la ansiada vuelta de la democracia a la Argentina nos proponemos en el presente trabajo dar un pantallazo de lo que fue el tratamiento judicial de la ley de obediencia debida.
Como premisa inicial diremos que no hay aquí pretensión de hacer una evaluación política de su sanción. Si cabe aclarar que es muy posible que esta ley haya sido el costo de la consolidación de la incipiente democracia. Es realmente posible, que de no haberse sancionado, se desencadenara un nuevo golpe de estado, por lo cual un juicio de valor a cuarenta años, con una democracia consolidada y sin temor real a un levantamiento por parte de las fuerzas armadas, es inoportuno y seguramente estaría plagado de inexactitudes.
Además, no cabe duda alguna que el más ferviente luchador por la vuelta de la democracia y su consolidación fue el Dr. Alfonsín, con lo cual endilgarle una conducta contrarias a sus manifiestas convicciones, sin conocer los reales factores de poder y la tangible amenaza que merodeaba el teatro político sería un acto de populismo insensato.
No obstante lo anterior, la actuación del poder judicial si puede (y debe) ser escrutada. Los poderes políticos toman decisiones políticas, el Poder Judicial debe tomar decisiones que, más allá de su contenido político, deben ser jurídicas y conforme a la Constitución Nacional, y a su vez controlar que las decisiones que toman aquellos también lo estén.
En tal esquema, y por una lectura más simple, el análisis se dividirá en dos trabajos, el primero referido al caso “Camps”, donde se declaró que la ley era constitucional, y el segundo, un tiempo después, donde se abordará la problemática desde los precedentes “Aranciabia Clavel[1]”, “Simón”[2] y “Mazzeo”[3].
ANÁLISIS DEL CASO “CAMPS”
En Colección de fallos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, tomo 310, página 1162, sentencia del 22 de Junio de 1987.
Introducción.
En este primer tramo nos abocaremos a la temática que índica el título, desbrozando el fallo jalón por jalón. Esto es, más allá de formular cualquier tipo de opinión personal al respecto, lo que se intentará realizar es un abordaje de la estructura de la decisión como tal, partiendo del presupuesto que las diferencias de posiciones en los tribunales colegiados, pueden en algunos casos brindar distintas opiniones, y en otros -como entendemos que pasa en el caso con el voto del Doctor Jorge Baqué- denuncian falencias o errores en la tarea decisoria.
La postura del citado ministro, deja en evidencia el error de la mayoría.
El eje central del análisis será la constitucionalidad de la ley de obediencia debida, en cuanto intenta dejar fuera el ámbito de los jueces el análisis de los hechos, y si las torturas y actos aberrantes son susceptibles - a la luz de la Constitución claro está- de ser amnistiados, perdonados o simplemente dejar impunes, en virtud de una norma de derecho positivo, y sin culpabilidad crímenes aberrantes, hoy llamados de lesa humanidad.
En relación con este concepto, y siguiendo a Sancinetti[4], que abordó específicamente el tema que nos convoca, podemos decir que en el antiguo derecho romano se partía de la distinción entre crimina atrocia y crimina leviora (crímenes atroces y crímenes leves), para rechazar la eximente de la obediencia, respecto de los primeros casos, y admitirla en los segundos[5].
El constitucionalismo moderno dejó de lado la distinción según la gravedad del hecho cometido, e hizo depender la operatividad de la excusa, sólo del desconocimiento del subordinado de la antijuricidad de la orden, es decir, de su error. Así se llegó a la idea de que, o bien la orden es legítima, en cuyo caso justifica la conducta, o bien es ilegítima, en cuyo caso sólo puede excusar un error sobre la ilicitud (salvo el caso de coacción).
Así, explica el citado autor, que la doctrina actualmente entiende que el deber de obediencia como tal (esto es: como imperativo legal de obedecer), sólo rige cuando la orden es absolutamente legítima y que sólo en este estricto ámbito puede operar la justificación: no hay otro posible caso de justificación, para el obediente, que el de una orden estricta y absolutamente legítima. En conclusión una orden ilegítima sólo podría excusar por error inevitable, o por coacción, pero nunca justificar u operar en modo alguno como eximente de responsabilidad a su ejecutor.
Si bien lo dicho es la línea que adopta la inmensa mayoría de la doctrina penal actual, Sancinetti expone una directriz que nos parece bastante útil traer al ruedo. El mencionado doctrinario, pone de relieve que el “subordinado”, ante una orden manifiestamente ilegítima se encuentra en la situación de: a) o bien seguir la orden e incurrir en ilegitimidad, o b) desobedecer, en cuyo caso también incurre en una ilegalidad[6].
Desde esta postura, el ejecutor actúa justificadamente en la medida en que la antijuricidad de la orden no le sea manifiesta y el acto a ejecutar no sea más grave que lo que sería una desobediencia, según las circunstancias del caso. Si le caben dudas sobre la ilicitud, él tiene el derecho de ampararse en la presunción general de legitimidad del acto administrativo, aunque estime a la orden posiblemente ilícita. Naturalmente, también tiene el derecho, si lo prefiere, de desobedecer la orden, pero, en este caso, se expone a que el juez posteriormente revise su desobediencia no coincida con el criterio del destinatario de la orden, acerca de su legitimidad.
Por su parte, el artículo 1° de la ley fijaba como presunción sin prueba en contrario que durante la dictadura militar revistaran como oficiales jefes, oficiales subalternos, suboficiales y personal de tropa de las Fuerzas Armadas, de seguridad, policiales y penitenciarias, no son punibles por los delitos cometidos en ejercicio de esa función por haber obrado en virtud de obediencia debida.[7]
Expuesta esta conceptualización liminar, y a fin de realizar el análisis que proponemos, se dará un detalle de los votos de cada uno de los jueces, y finalmente una conclusión de la decisión, y de lo que arroja el contraste entre las distintas posturas.
No obstante, y como puede fácilmente avizorarse, dado que no habría discusión posible acerca de la manifiesta ilegitimidad de la órden, el quid de la cuestión es analizar el tenor de los argumentos de la mayoría, y cómo se intenta convalidar lo injustificable. Esto en definitiva será lo que defina cualitativamente la sentencia.
Dictamen de la Procuración.
En su dictamen el Procurador[8] comienza por delimitar el núcleo de la cuestión controvertida, alude que el caso se trata de analizar la incidencia de la “obediencia debida” como eximente de responsabilidad penal (ver apartado “II”), y explica que existen dos enfoques al respecto (ap. “III”) manifestando que “en un extremo, están quienes propician una inteligencia excesivamente rígida de la inserción de la obediencia debida en ese marco, sosteniendo que ella ha de comprenderse como una obediencia pasiva sin limitación alguna...Frente a esta postura, hay otra opuesta que, mediante diversas variantes, se caracteriza por negar la extremidad en la obediencia”, analizando las cuestiones en el campo de la culpabilidad, presuponiendo la existencia de un poder de revisión del subordinado respecto de la legitimidad de la orden recibida.
Frente a esta divergencia, señala que el primer criterio mencionado, es el que mejor se adecúa a la sistemática del Código de Justicia Militar, y es el que receptara la Corte en precedentes anteriores, eximiendo de responsabilidad al inferior por el cumplimiento de una orden de servicio.
En el apartado siguiente, el “IV”, es donde está el meollo de la cuestión. Allí, el representante el Ministerio Público señala que las órdenes dadas por un superior a un inferior deben ser ejecutadas “aunque ellas pudieran derivar en la comisión de un delito; vale decir, que si el superior ha apreciado mal la situación y la orden del servicio resultare ilegítima, sólo él será responsable de las consecuencias criminosas de tal situación, y no el inferior que la hubiere cumplido sin exceso, toda vez que a éste último le está vedado el derecho a revisar el contenido...la obediencia de la orden por el subordinado, cualquiera fuese el contenido, deja a salvo regularmente su responsabilidad, por cuanto la ubicación en la cadena de mandos descarta la existencia de capacidad decisoria propia y excluye la revisión de la orden, salvo en lo concerniente a verificar la competencia de quien la emitió y su vinculación con el orden y las funciones militares, esto es, con el «servicio»”.
Acá hallamos el primer error. El Procurador, refiriéndose a las órdenes dadas al inferior acuña la frase “aunque ellas pudieran derivar en la comisión de un delito” (el subrayado es nuestro). Existe una errónea ponderación de los hechos, pues las órdenes no “derivan” en la comisión de un delito, sino que el contenido de la orden es cometer un delito. Si la orden tiene un viso de legalidad, en la que el superior orden al inferior “encarcelar al sujeto equis”, y esa detención es injustificada, de ese hecho se “deriva” un delito, del que el inferior no sería responsable. Ahora bien, si la orden es la comisión de una conducta que siempre es delictiva y no tiene una faceta de legalidad, como puede ser la acción de torturar, mal podría pasar inadvertido para el inferior que la orden está dirigida a la comisión de un delito.
Tal como lo profundizaremos seguidamente, en el dictamen se omite cualquier tipo de consideración respecto a la manifiesta ilegalidad de la orden. Así, podemos afirmar que quien cumple una orden a sabiendas que esta es ilegal, se convierte en cómplice, y no es un obediente.
Luego de ello, se aborda la tipicidad del delito de desobediencia en el Código de Justicia Militar y finalmente concluye que “cuando el inferior o subordinado carece de facultades para revisar la orden o no tiene el deber de revisarla, queda excluido en su responsabilidad penal ante el deber de obediencia, aunque se tratase de un delito.”
En la segunda parte del dictamen (la del 18 de Junio de 1987) analiza los planteos de inconstitucionalidad. Pero previo a ello, conviene detenernos en la delimitación fáctica del caso que realiza el titular del Ministerio Público.
Muchas veces estamos acostumbrados a examinar si las sentencias aplican el derecho correctamente o no; pues como operadores jurídicos, estamos casi programados a abordar la faceta jurídica del caso. Pero en este trajín, es normal perder de vista si el “encuadre fáctico de la sentencia es correcto”, esto es si la sentencia ha descripto los hechos -a los que les aplicará el derecho- de un modo correcto, o fidedigno de acuerdo a la realidad de lo acontecido.
Así, y en caso que la sentencia describa una situación fáctica determinada, y aplica una norma que no es la que regula esa situación fáctica, diremos que la sentencia comete un error de “subsunción”: pues aplica una norma que no es la prevista para los hechos descriptos en el caso. Igual afirmación podríamos hacer en el caso que la norma seleccionada fuere la correcta para esos hechos, pero se interpretase de modo equivocado. [9]
Es menos usual por el contrario, analizar la delimitación fáctica del caso que el Juez realiza como prolegómeno de la decisión. La práctica judicial, nos lleva comúnmente a prestar mucha atención a los “considerandos” y a pasar por alto los “vistos”. Este es un error frecuente.
Sucede muchas veces que el juez perfila o dispone el relato de los hechos de un modo tal, que la subsunción de la norma en apariencia es la correcta, mientras que la incorrección de la sentencia está en la presentación del material fáctico. Así -en el ejemplo dado en el anterior pie de página - si el juez describe los hechos de un modo tal que los antecedentes luzcan más emparentados a una compraventa que a una relación locativa, cuando aplique las normas de la compraventa no parecerá que ha incurrido en un error.
Ello es lo que acontece en el dictamen del P.G., ya sea por error en la apreciación o lectura del sustrato fáctico o de modo deliberado, la definición de los hechos del caso es desacertada, puesto que se encuadra el caso como el simple cumplimiento o incumplimiento de una orden en una relación vertical, omitiendo analizar el tenor y cariz de esa orden, o, dicho en otros términos, sin analizar que esa orden es o no manifiestamente ilegal porque la conducta que dispone ejecutar no tiene bajo ninguna circunstancia apariencia de legalidad.
De tal modo, si por ejemplo, el titular de una dependencia policial a quien denominaremos comisario “A” ordena al agente “B” la detención de un sujeto “X”, según el Procurador, si no medió orden de un juez para proceder a tal detención, “A” será el responsable, pues “B” no tiene la capacidad jurídica de analizar y menos poner en crisis la orden del superior. Si por el contrario, “B” detiene a “X” y a “Z” será responsable -al menos por la detención de “Z”- por haberse excedido en el cumplimiento de esa orden.
Lo que se omite en el dictamen, es el tratamiento -cuestión inocultable- de la naturaleza manifiestamente ilegítima de la orden, y que quien la recibió no pudo desconocer. Tal es la deficiente presentación fáctica del caso a la que hacíamos referencia.
No se trata meramente de afirmar “en caso que la orden sea ilegítima es responsable el superior, dada la falta de capacidad del obediente para analizar la legalidad de la orden”; sino que antes bien, y dada la naturaleza de los hechos la cuestión debió haber sido planteada así: “dada la indiscutible ilegalidad de los hechos que no pudo ser desconocida por el obediente[10], debió éste igualmente cumplir con la orden, y en su caso es responsable por ello?”
En el caso, y siguiendo el ejemplo dado, el Procurador debió definir la cuestión sobre la base de los siguientes hechos: “el comisario “A”, ordena al agente “B” que se presente en el domicilio de “X” y lo torture o lo someta a trato aberrante”.
En el ejemplo dado, la detención del ciudadano “X” por parte del agente “B”, puede “derivar” -o no, de acuerdo a la legitimidad de la orden- en un delito. En el segundo caso, cuando el comisario “A” ordena al agente “B” a torturar, la orden no “deriva” en un delito, sino que directamente “constituye o configura” un delito en sí misma.
El dictamen se incardina en la orden dada en una relación de jerarquía y las eventuales posibilidades del receptor de esta de ponerla en duda; cuando en rigor de verdad lo que está en juego acá –tal como lo planteáramos en los párrafos anteriores- es si el subordinado se encuentra obligado a cumplir una orden manifiestamente ilegal; y cuando decimos “manifiestamente” ilegal”, específicamente hacemos referencia a que no hay lugar a dudas por parte del subordinado respecto de la legalidad de dicha orden.
A tal efecto, cabe señalar que un agente de las fuerzas de seguridad puede desconocer la legalidad o ilegalidad del apresamiento de personas, del traslado, de los pormenores de la detención[11], etc., con lo cual su conducta puede justificarse, pues la detención, el traslado y el apresamiento de personas son hechos que pueden acontecer en el marco de la legalidad. Nadie en su sano juicio pretendería que quien comete un delito no sea en condiciones de legalidad, apresado, detenido, y eventualmente trasladado.
Pero esto no aplica a determinadas acciones cuya ejecución en ningún caso puede ser legal, como puede ser torturar con picana, la violación y vejaciones, enterrar cadáveres en una fosa común, arrojar personas desde un avión, llevar adelante el parto de las mujeres detenidas en la absoluta clandestinidad y tomar sus bebes sin la debida intervención de la justicia, etc.
Ningún funcionario de las fuerzas de seguridad, y nos atrevemos a decir ningún ciudadano promedio, desconoce que una mujer detenida (aun legalmente) debe dar a luz en un centro de salud pública y no en la clandestinidad, ni que la disposición final de los detenidos es sin un féretro en una fosa común, o que puede existir una situación donde dejar caer a una persona desde un avión pueda ser legal.
La línea seguida por el dictamen, permitiría que el titular de una comisaría barrial, pueda ordenar a sus agentes que comentan robos u otros delitos, y éstos no serían pasibles de responsabilidad, sólo por haber recibido la orden. Nada puede distar más de la razón y de la juridicidad.
En el segundo tramo del dictamen, sucede algo similar a lo dicho en la primera parte. Al tratar la cuestión vinculada con la constitucionalidad, el Procurador hace una exposición excesivamente dogmática de la facultad del legislativo de dictar leyes cuya aplicación es obligatoria para los jueces.
Como fácilmente puede apreciarse el eje central de la discusión trasunta por la disposición del artículo 1 de la ley, que dispone una presunción sin prueba en contrario, independientemente de cómo hayan sido los hechos de la causa, y en el caso dado, siendo que los hechos de la causa fueron manifiestamente ilegítimos. No puede perderse pues de vista, que la naturaleza de las acciones cometidas en este período no permite tener duda alguna acerca de la ilegalidad de las órdenes impartidas, pues se trató de órdenes de torturar y matar personas indefensas, sustraer menores nacidos en cuativerio, torturar, etc.
Finalmente, para cerrar el punto, nos parece útil traer a colación un dictamen del Procurador General Francisco Pico en el año 1867, en una causa donde se enjuiciaba a los partícipes de un movimiento sedicioso en Córdoba. Allí, el representante del Ministerio Público decía: “La orden de su superior no es suficiente para cubrir al agente subordinado que ha ejecutado esa orden, y ponerlo al abrigo de toda responsabilidad penal, si el acto es contrario a la ley, y constituye en sí mismo un crimen. ¿Por qué? Porque el hombre es un ser dotado de voluntad y discernimiento: no es un instrumento ciego e insensible. Él no debe obediencia a sus superiores sino en la esfera de las facultades que éstos tienen. Y aún dentro de esa esfera, si el acto constituye evidentemente un crimen, como por ejemplo, si un oficial que manda un puesto ordena a sus soldados que hagan fuego sobre los ciudadanos inofensivos y tranquilos que pasan por la calle…si un jefe militar ordena a los soldados que hostilicen al gobierno. En estos casos y otros semejantes, la obediencia no es debida, porque es evidente que esos actos son crímenes que las leyes reprueban y castigan, y el agente que los efectúa debe sufrir la pena, sin que pueda ampararse de una orden que no ha debido obedecer, sino hubiese tenido intención criminal.”[12]
En relación a la conducta evasiva que tuvo el Procurador General, corresponde destacar que la labor jurídica de aquellos quienes desempeñan funciones fundamentales para el sistema republicano, debe estar acompañada de un fuerte sentimiento de lucha contra la injusticia[13].
Voto de los Dres. Caballero y Belluscio.
En el considerando 11 del voto de los citados ministros se realza a la división de Poderes como eje del sistema republicano y se destaca en esa línea que no corresponde al Poder Judicial analizar la oportunidad, mérito o conveniencia de “la decisión de los otros poderes del Estados (Fallos 521:21; 53; 293:163; 303:1029), sino que, antes bien es misión de los jueces, en cumplimiento de su ministerio, como órganos de aplicación del derecho, coadyuvar en la legítima gestión de aquellos (Confr. Fallos 245:351, 255:330; disidencias de los Jueces Caballero y Belluscio en la causa S. 32. XXI. “Sejean, Juan Bautista c/ Zaks de Sejean, Ana María s/ inconstitucionalidad del art. 64 de la ley 2393” fallada el 27 de noviembre de 1986)”[14].
Este encuadre nos parece equivocado, pues la faceta de oportunidad, mérito y conveniencia opera en un segundo momento del análisis. En un primer tramo, siempre debe realizarse el test de constitucionalidad, y superado este valladar; es decir, dada la constitucionalidad de la norma, recién ahí se aborda su oportunidad, mérito o conveniencia. En el voto que estamos analizando no se efectúa de ese modo.
Luego de ello, en el considerando 12 del fallo se afirma que “El Poder Legislativo puede, válidamente como lo hace el artículo 10 de la ley 23.521, establecer la no punición de determinados hechos delictivos, como ocurre precisamente con los delitos para los cuales crea exención de pena en virtud de considerar prevaleciente una condición negativa de punibilidad por ejemplo, arts. 185, 232, 279 del Código Penal) fundada en la relación del autor del hecho”.
En este sentido, y más allá de las violaciones constitucionales que se ponen de manifiesto en otras partes de este trabajo, la realidad es que tal afirmación adolece del error de tomar a la obediencia debida de la ley 23.521 como una causal de exculpación con una base objetiva, como puede ser la que exime de pena a ciertos familiares que cometieren el delito de hurto (conf. Art. 185 del Código Penal). Así, si bien la relación de mando y obediencia constituye uno de los presupuestos necesarios para que se configure la obediencia debida, tal análisis no puede desprenderse de la naturaleza legal o ilegal de la orden, y la valoración que efectúa al respecto quien cumple esa orden. No se trata entonces de una causal que pueda ser analizada en clave objetiva, y su configuración no se agota solamente con el encuadre de una relación de mando y obediencia, sino que además deben sopesarse otros elementos tales, como la competencia para emitir dicha orden, y por supuesto y más importante aún la legalidad de la misma.
No hacerse cargo de ello, a sabiendas o involuntariamente, constituye un vicio que tiñe a la sentencia de una insalvable ilegalidad. Tiene el mismo déficit congénito que el dictamen de la Procuración, lo que la convierte en un acto de nulo valor jurídico.
Lo contrario implicaría que quien se encuentra en situación de obediencia, está protegido por un bill de indemnidad -absoluto y objetivo- para incurrir en cualquier tipo de conducta antijurídica.
Repárese a título de ejemplo las innumerables violaciones a mujeres cautivas llevadas a cabo durante las detenciones ilegales, en modo alguno se pretender que ello quede al amparo de la legítima defensa.
Además, en particular en este tramo del fallo se configura una violación a la autonomía judicial por cuanto la presunción sin prueba en contrario, impide al juez de la causa investigar sobre las circunstancias de cada hecho en particular. Ello por cuanto la presunción iuris et de iure, es una ficción legal que opera para consolidar una situación jurídica determinada, que usualmente es incomprobable o sumamente difícil de probar y por ello se requiere de esta ficción para suplir la imposibilidad o extrema dificultad probatoria. Ejemplos claros de esto son vgr. la presunción de conocimiento de la ley que tienen los miembros de una comunidad - sería imposible de probar si alguien conoce o no conoce la existencia o contenido de una ley-, o la presunción de onerosidad de determinados contratos, como podría ser el caso de la compraventa comercial.
En el caso bajo análisis, se incluye bajo el mismo resguardo situaciones que bien pueden, y en rigor de verdad deben, ser investigadas por un juez. Pues no podría válidamente suponerse sin admitir prueba en contrario, que el obediente de manera mecánica aplica a un detenido una descarga eléctrica para que declare, o simular un fusilamiento con el mismo fin, o tal como se ejemplificase antes, abusar sexualmente de la mujer detenida es en cumplimiento de una orden del superior; y que lo hace sólo por “cumplir la orden del superior”.
Más allá de la manifiesta ilegitimidad del contenido de la orden, la presunción iure et de iure, resulta irrazonable.
Donde se hace manifiestamente evidente lo dicho es en el considerando 13, donde se afirma que se ha establecido una causa “objetiva” de exclusión de la pena.
Al respecto, reiteramos en los ejemplos dados en la siguiente hipótesis: el jefe de la policía provincial ordena la detención de un sindicalista o militante político, su posterior tortura y asesinato. Ello, claramente no puede ser una causal objetiva de exclusión de responsabilidad penal para el obediente.
Voto del Dr. Fayt.
En los primeros seis considerandos, el Ministro hace un raconto de los antecedentes de la causa. En el considerando 7° Fayt aborda la cuestión restando importancia a si la ley 23.521 se trata de una amnistía o una modificación legislativa. Posteriormente se refiere a cómo debe ser interpretada la Constitución en tiempos de crisis, puntualizando que es una facultad del Congreso conceder amnistías (Cons. 9)[15].
Tal punto de partida, parece ser bastante inconveniente y acarrea según el caso abordajes totalmente disímiles, pues nadie puede negar la facultad de legislar propia del Congreso, como tampoco podría negarse la facultad del Poder Judicial de revisar –en el marco de una causa judicial claro está- las normas que aquel produce. Pero una cosa es evaluar si una ley que regula el instituto de la obediencia debida es o no constitucional, y otra bien distinta es hacerlo respecto a una amnistía del congreso, que incluso puede dar lugar a resolver que se trata de una cuestión política.
En el considerando 9° se plasma una premisa que consagra la violación a la supremacía Constitucional. Se dice allí “Que las facultades del Congreso Nacional tienen la fuerza suficiente para operar el efecto que la ley persigue en el caso. La cuestión de determinar si es ésta una modificación legislativo o una amnistía parece aquí estéril si se atiende a que en ambas hipótesis estuvo en los poderes del Congreso Dictarla”.
Tal afirmación no parece acertada. Si la ley del Congreso es una amnistía general en los términos del artículo -según el texto anterior a la reforma de 1994- 67 inciso 17 in fine de la Constitución Federal[16], dicha norma, más allá de su inconveniencia o inmoralidad en principio aparenta ser conforme a derecho. En cambio, una ley del Congreso, como la 23.521 que determina que ciertas conductas de particulares, que sólo deben ser juzgadas por los jueces, deben ser consideradas como cumplidas bajo la obediencia debida, desnuda una clara violación al principio republicano, pues avasalla notoriamente el ámbito propio de reserva de los jueces.
Fayt dice en el considerando 10 que el “Congreso Nacional puede válidamente, como lo hace el art. 1° de la ley 23.521, establecer que determinados hechos no serán punibles”, y eso es cierto, más la ley 23.521 no establece una amnistía o la falta de punibilidad de ciertas conductas genéricas, sino que sustrae de la competencia judicial cuestiones cuyo conocimiento sólo les incumbe a los magistrados. La supuesta falta de punibilidad, no es general sino que es sobre situaciones particulares pasadas.
En este aspecto, siguiendo a Gelli, se puede afirmar que la amnistía procura la amnesia de aquellos contiendas entre conciudadanos que se han enfrentado como enemigos y borra los efectos del delito y de la la condena, tal como si el crimen no se hubiese cometido[17].
En la especie nada de ello sucede, pues la ley no “perdona”, ni “olvida” ciertos delitos, sino que califica penalmente ciertas conductas. Es una ley que tiene un cariz eminentemente penal más que político, como podría ser una ley de amnistía en los términos del artículo 75 inciso 20 (en el año 1987 67, inc. 17).
En otro orden de ideas, y donde se ve claramente vulnerada la supremacía constitucional, es en considerando 24, donde se expresa que había una clara orden de cometer actos que se encuentran en franca colisión con las reglas del debido proceso. Resulta un eufemismo decir, que se confronta con reglas básicas del debido proceso, pues en rigor de verdad se trata pautas básicas de trato humano.
En todo el tratamiento efectuado en el voto mayoritario hay un abordaje errado, pues se intenta centrar la discusión en el grado de participación de los imputados, si éstos tuvieron o no participación en la elaboración de órdenes y planes, y el eventual alcance de su capacidad decisoria; o si por el contrario, estos revistieron el rol de meros ejecutores. Éste parece ser el tamiz que indicará si se encuentran alcanzados por el beneficio de la ley 23.521. Un claro ejemplo de la aplicación de esta premisa se encuentra plasmado en el considerando 28 in fine del voto del Dr. Fayt.
En este tramo, se pierde notoriamente de vista que las conductas que se le endilgan a los imputados, son actos de indiscutible atrocidad, prohibidos expresamente por la Constitución e inaceptables desde la razón y la ética. Es decir, el anclaje jurídico de tal prohibición se halla en la letra expresa de la Carta Magna, que prohíbe ser penado sin juicio previo, obligado a declarar contra sí mismo, arrestado sin orden de juez competente, muerto por causas políticas o sometido a tormentos, etc.
Petracchi (sólo adelantamos una parte de su voto, que será analizado en profundidad seguidamente), en el considerando 5° de su voto, particularmente en la página 1259 expresa, luego de hacer una referencia a la historia de la obediencia debida, que: “la atrocidad del hecho aparece como indicador del conocimiento de la ilicitud, que entonces, no puede ignorar el subordinado”; y es en tal razonamiento donde la Corte debió modular la supremacía Constitucional a la luz de la prohibición de tormentos y demás garantías expresamente reconocidas en el art. 18.
Bajo este piso de marcha, parece un hecho manifiestamente inverosímil que un agente de las fuerzas armadas, al aplicar un picana eléctrica sobre un detenido, secuestrar en la clandestinidad de la noche, sustraer la identidad de un recién nacido en cautiverio, o esconder un cadáver de una persona que fue previo a ser asesinada fue ilegalmente privada de su libertad, no advierta que tales conductas son hechos que infringen la ley.
Sostener que alguien que comete tales acciones, a pesar de no que no esté de acuerdo con su obrar, los cometa por sentirse conminado por orden de su superior, es una afirmación que traspasa el umbral de la razonabilidad, a punto tal que dispensa de cualquier análisis jurídico.
En ese marco, es manifiestamente inconstitucional que una norma emanada de un poder constituido, como la ley 23.521, dispense de responsabilidad a quienes incurran en tales conductas. Como consecución lógica de este aserto, la sentencia subvierte ilegítimamente el orden de prelación normativo, afectando la supremacía constitucional, pues deja a la Constitución Federal, en un grado inferior al de una ley del Congreso. El voto de Fayt, es un ejemplo de ello.
Voto en disidencia parcial del Dr. Petracchi.
Petracchi, de un modo que entendemos totalmente correcto, comienza por poner énfasis en el tenor político y moral de la cuestión controvertida. Resulta absolutamente claro que la presente causa excede el análisis estrictamente jurídico, pues estamos frente a lo que podría ser una cuestión de Estado, una sucesión de hechos que marcan un jalonamiento en nuestra historia, y para su abordaje debe partirse desde las hontanas mismas de la ciencia derecho, donde la juricidad y los valores eran casi indisolubles. Ello, no implica que los jueces resuelvan por fuera de la ley o prescindiendo de esta, más no podrían aplicar una norma del tenor de la que estamos analizando, de un modo automático y lineal tal como si se tratara de una causa por daños y perjuicios derivada de un accidente de tránsito.
Asimismo, y si bien existe, mejor dicho, ha existido un condicionamiento político en una situación sociopolítica brumosa donde las dudas eran más que las certezas, lo cierto es que un juez de la Corte Suprema debe tener la suficiente templanza como para resolver todas las causas conforme a derecho, y el coraje para imprimir a sus decisiones la implicancia republicana cuando éstas así lo demanden. Sin lugar a dudas, la presente es uno de esos casos.
En tal sentido, resulta sumamente correcta la introducción que le da Petracchi a su voto en los primeros cuatro considerandos, pues allí ubica la trascendencia institucional y política del fallo -lo que no habrá de provocar un desvío en la cuestión jurídica-, destacando sobre qué bases se asienta su decisión.
En este aspecto, resulta útil rescatar un párrafo de su voto, que a continuación se transcribe:
“Sólo la convivencia, guiada por un incondicional respeto a la dignidad de cada hombre, puede dar garantía contra una eventual catástrofe suprema y contra muchas otras parciales que nos azotan, como las que hemos soportado recientemente. La deuda con las jóvenes generaciones argentinas que descreen del autoritarismo y han comenzado a incorporar las grandes valores del humanismo laico o religioso, debe ser levantada por las generaciones del fracaso a través de la integridad de los principios.”
Esta es la piedra en la que, en esta instancia embrionaria del voto, aparenta ser donde se tallará la decisión final de Petracchi.
Luego, en apoyo de su postura cita distintos antecedentes históricos en los que se da por sentado que no se debe cumplir órdenes manifiestamente ilegales, inmorales o contrarias a la ley divina.
En este sentido trae a esta faena un párrafo de jurisprudencia del Tribunal de Nuremberg donde se plantea una cuestión similar: "Constituiría un total desprecio por la realidad y una mera ficción jurídica decir que sólo el Estado, un ente inanimado, puede ser culpable, y que no se puede atribuir culpabilidad a sus agentes, en su carácter de seres viviente, que ha planeado y ejecutado sus políticas." Esta frase, sumamente elocuente y clara, más que reforzar el voto de Petracchi, deja en evidencia el yerro en que incurrieron los ministros que lo preceden[18].
Luego de ello, Petracchi cita otros precedentes internacionales, donde se dieron situaciones fácticas similares a las debatidas en este caso, y en los cuales se desestimaron las defensas de obediencia debida.
A partir del considerando 10, el voto del citado ministro se centra en los antecedentes locales. Entre estos trae debates parlamentarios y antigua jurisprudencia de la Corte de Nación en apoyo de su postura, lo que tiene como efecto acreditar que el voto de la mayoría no responde a una inamovible línea pretoriana.
En la página 1273 (siempre dentro del considerando 10), transcribe el dictamen del Procurador General del año 1863, donde éste indica que quedan al margen de la cobertura de la obediencia debida las órdenes que emanan de una autoridad manifiestamente incompetente, tal sería el caso de un comisario que orden un agente dar muerte a una persona, pues sería una orden que es manifiestamente ajena a la competencia del Comisario. Y agrega, que lo mismo sucede cuando la orden constituye de modo palmario un delito. Así sostiene que si un oficial que manda un destacamento, ordena a sus soldados que abran fuego sobre los ciudadanos inofensivos y tranquilos que pasan por la calle, o si el jefe de una oficina de contabilidad ordena a sus subordinados que consignen en los libros partidas falsas o falsifiquen documentos; si un jefe militar ordena a los soldados que hostilicen al Gobierno. En estos casos, no se trataría de obediencia debida porque es evidente que estos actos son crímenes y las leyes reprueban y castigan los crímenes.
El considerando 11, se inicia con la siguiente frase: “que cabe observar, luego de esto, que si la obediencia ciega es absolutamente incompatible con el régimen republicano, sus raíces filosóficas son de tal índole que no se concilien con los sentimientos corrientes aún en regímenes políticos de otras características”.
Ante tal claridad, es escueto lo que puede agregarse. El razonamiento transcripto no tiene fisuras, a punto tal que pone en duda el carácter de “opinable” con el que usualmente se cataloga a las ideas en derecho. Y nos permitimos hacer este aserto, asaz contundente, pues entendemos que sólo hay una respuesta jurídica[19] a los siguientes cuestionamientos: “¿Existe duda acerca si la orden de torturar anida un atisbo de legalidad?” , “¿Quien lleva adelante una tortura por orden de un superior, puede quedar impune por la mera alegación que obraba en cumplimiento de una norma?” , “¿Podría ser legal desresponsabilizar a todos los integrantes de un aparato represor, endilgándole toda la culpabilidad a quien los comandaba?”. Desde ya que la respuesta es negativa, pues hay cuestiones que por su naturaleza quedan al margen de la legalidad, tales como: “tortura”, “violación”, “supresión de identidad”, “homicidio sin proceso” y todas aquellas acciones vinculadas o que permiten hacer efectivos tales crímenes.
Siguiendo con el voto, luego de lo anterior, se cita a Kelsen, quien indica que la obediencia ciega es hija de la servidumbre antigua y propia de los regímenes autocráticos, y lo más importante desde el punto de vista del presente trabajo es lo dicho por el maestro austríaco en cuanto a que la obediencia, en los regímenes autocráticos, sólo se justifica desde el punto de vista que considera más importante la obediencia que la juridicidad. De la mano de ello, Petracchi concluye que la obediencia ciega y nuestro orden constitucional se excluyen mutuamente; y como la función de la Corte es aplicar la Constitución, la interpretación de las normas sobre obediencia militar, no puede ser ajena a los principios republicanos y democráticos (V. ps. 1276). Agrega a ello, que se parte de la idea que el subordinado es un ser razonable y que no puede excusarse en pretextos que denigran su calidad de ciudadano.
Entre los considerandos 12 y 14, Petracchi aborda cuestiones en las décadas venideras cobrarán una notoria trascendencia para juzgar a los criminales del Terrorismo de Estado en la Argentina.
Así, el Magistrado de un lado habla de la responsabilidad internacional del Estado en cuanto suscribió la “Convención contra todas formas de Tortura”. Decimos que el voto da un puntapié inicial, porque allí se destaca que si bien la Convención aún no estaba vigente por no contar con la cantidad necesaria de ratificaciones por los estados que la suscribieron, sí generaría obligaciones para el Estado Argentino, en los términos de la Convención de Viena. Esta posición, que en 1986 pudo generar muchas controversias[20], hoy, a partir de la reforma de 1994, no hay duda que los estados se encuentran internacionalmente obligados al respeto por los derechos humanos.
La otra cuestión que el magistrado aborda, que en aquel entonces resultó novedosa, fue el tenor atroz de los crímenes cometidos. En el voto se reconoce que las acciones perpetradas son contrarias al “sentido común” y “afectan a la humanidad”, poniendo implícitamente estos estándares por encima incluso del derecho positivo. Así se cita jurisprudencia de la Corte en la Rebelión de López Jordan, (v. ps. 1279), el sofocamiento de la rebelión en la Estación Pirovano, y las atrocidades de la Alemania nazi.
Esto no es otra cosa, aunque de un modo incipiente, y mucho menos cincelado, que la violación del Ius Gentium en los términos de los precedentes “Arancibia Clavel”, “Mazzeo” y “Simón”.
Entre los considerandos 17 y 19 el Magistrado aborda una de las cuestiones que constituye el eje medular de lo que debió ser la decisión que es la manifiesta ilegalidad de la orden.
En una frase del considerando 18 puede ser verse resumida esta cuestión, en cuanto dice “la gravedad y manifiesta ilegalidad de tales hechos determinan que, como lo demuestran los antecedentes históricos a los que se hiciera referencia anteriormente, resulte absolutamente incompatible con los más elementales principios ético jurídicos sostener que en virtud de la obediencia debida se excluya la antijuridicidad de la conducta, o bien el reproche penal por el ilícito cometido”.
El eje central del razonamiento (que luego es reivindicado en el voto en disidencia del Dr. Baqué) es que las aludidas “gravedad y manifiesta ilegalidad” quebrantan irremediablemente el orden constitucional, y no puede válidamente permitirse que conductas atroces y aberrantes (v. cons. 23) queden, en razón de una norma de derecho positivo -y por ende infra constitucional- “legalizadas”.
Si bien todo el análisis anterior es para descartar la aplicación del artículo 514 del Código de Justicia Militar como ley más benigna, resulta un enorme aporte en cuanto su contenido.
Entre los considerandos 25 y 33 se aborda la constitucionalidad de la ley desde el punto de vista orgánico o instrumental. En el primer tramo se descalifica la faz axiológica de la ley; pues se expone que el defecto de la ley es avalar conductas contrarias a los Derechos humanos.
Así a partir del considerando 25 se analiza la anomalía de la norma, desde el punto de vista orgánico, particularmente la violación al principio de división de poderes.
No hace falta una profunda lectura para advertir que la presunción iuris et de iure que contiene el artículo 1° de la ley resulta manifiestamente inconstitucional.
La letra de la norma, transcripta por el ministro, dice “Se presume sin admitir prueba en contrario que quienes a la fecha de comisión del hecho revistaban como oficiales jefes, oficiales subalternos, suboficiales y personal de tropa de las Fuerzas Armadas, de seguridad, policiales y penitenciarias, no son punibles por los delitos a que se refiere el artículo 10 punto 1 de la ley Nº 23.049 por haber obrado en virtud de obediencia debida”
Ello implica, como lo establece el voto, sustraer a los jueces del conocimiento de los hechos concretos traídos a su decisión.
Tal razonamiento finaliza al expresar en el considerando 33 que “por todo lo expuesto, cabe concluir que el art. 1° , primer párrafo de la ley 23521, interpretado literalmente, resultaría contrario a los arts. 94 y 100 de la Constitución Nacional lo que se traduce en una clara violación del art. 18 de la Ley Fundamental, al excluir en el caso la indispensable intervención de los jueces…” .
Hasta aquí el voto es inexpugnable, resulta debidamente fundado en derecho, lógico y consistente en sí mismo.
No obstante, de un modo que no compartimos, toma un inesperado e inexplicable giro de ciento ochenta grados a partir del considerando 34. Allí, echando mano a conceptos ambiguos e indefinibles como “particular coyuntura política” comienza justificar el contenido de la norma (severamente criticado al principio), alegando que es voluntad del Poder Legislativo y del Ejecutivo conservar la paz social “encauzando la voluntad popular en medidas que clausuren los enfrentamientos, en procura de alcanzar como meta indispensable la unión de los argentinos”
En el considerado 35 alude a que el Poder Legislativo ha decidido clausurar la persecución penal de las acciones ilícitas que aquellas personas puedan haber realizado, cabe concluir que el Congreso Nacional ha ejercitado la facultad que le corresponde en virtud de lo dispuesto en el art. 67, inc. 17 de la Constitución Nacional.
Para finalizar este errático vuelco el considerando 36 sostiene que “la ley 23.521, al amnistiar” las conductas de las personas comprendidas en el artículo 1°.
Está claro que la ley no es una ley de amnistía, y no puede válidamente forzarse la letra de la misma para interpretarla en tal sentido. Menos aún luego de haber dado cabales razones del porqué la norma no se ajusta a la Constitución.
Como se dijo, el artículo 1 presenta un vicio congénito en cuanto a la división de poderes, pero lo cierto es que el PL se expresa a través de leyes, y el magistrado no puede inferir la voluntad política de otro poder, desconociendo palmariamente la letra -correcta o incorrecta- de la norma.
Petracchi incurre en el mismo vicio que él le atribuye al Legislativo. En su voto -entendemos que correctamente-, se alega la inconstitucionalidad de la norma por no permitir que los jueces ejerzan la atribución de “juzgar” en los términos del art. 100 (hoy 116). Ahora bien, al sostener que el Legislativo ha efectuado a través de la norma bajo análisis, una amnistía, el Magistrado sustituye una atribución propia del PL, la de legislar, y termina legislando él.
El obrar de la Corte, claramente debió ceñirse a determinar si la letra de la norma, se acompasa o no a las mandas de la Constitución, y no determinar si a través de esa norma, que nada tiene que ver con una ley de amnistía el PL tenía otras intenciones. Así como el PL, no puede válidamente ordenar a los jueces a que interpreten de un modo u otro los hechos que caen bajo su conocimiento, éstos no pueden sin ninguna apoyatura real en la letra de la ley, suponer lo que el legislador quiso hacer o decir[21].
Es sabido que la postura muchas veces acuñada por el Tribunal de atender la voluntad del legislador prescindiendo de la letra dura de la norma[22], se da cuando existen varias interpretaciones posibles, o bien cuando una interpretación literal lleva a un fin distinto al deseado. En tal caso, los jueces no “sustituyen” la voluntad del legislador, sino que en cierto modo corrigen una mala técnica legislativa.
Nada de esto sucede en el caso, donde el Ministro supone, deduce, o imagina, claramente por fuera de las constancias de la causa, cuál ha sido la voluntad del legislador, la que no se condice con lo expresado en la ley.
En definitiva, el voto en cuestión tiene un doble nivel de falencias, pues en un primer tramo y a pesar de explicitar con claridad los motivos por los cuales el obrar manifiestamente ilegítimo no puede quedar bajo el paraguas de la obediencia debida, no termina convalidando ese criterio. Todo el razonamiento urdido en tal dirección, que es por demás correcto, queda girando en el vacío.
En un segundo tramo, la distorsión en que se incurre al calificar como amnistía a la norma, que, tal como se dijo antes no reviste tal carácter. La disidencia del citado ministro, no termina siendo tal.
En relación a este voto, encontramos una excelente síntesis de parte de Oteiza. Expresa el citado jurista que: “si bien solamente Baqué, en su disidencia, comienza por explicar los distintos aspectos que tornan atacable jurídicamente la ley de Obediencia debida. Luego de un desarrollo en donde puntualiza cada uno de los déficit constitucionales que contiene la norma, llega al momento en que debe decidir si declara su inconstitucionalidad. Entonces se interroga sobe el poder político de la Corte en el sistema constitucional argentino. La pregunta sobre la que reflexiona Petracchi puede ser planteada en estos términos: ¿corresponde que la C.S.J.N. invalide por inconstitucional una norma que cuenta con la aprobación de los otros poderes cuya legitimación es directa? En esa disyuntiva decidió acompañar a la mayoría en la declaración de legitimidad de la ley” [23]
Ahora bien, como conclusión final, no puede dejar de observarse que las motivaciones que el ministro deja entrever. Hoy en día resulta muy fácil hacer un juicio de valor sobre lo que debió decirse, o cómo debió juzgarse el caso. Entendemos por todo lo dicho hasta el considerando 33 que para el Dr. Petracchi la ley era manifiestamente inconstitucional.
Ante ello, cabría preguntarse el porqué de este giro copernicano, y en este trajín estimamos que lo más cercano a la verdad es que el Ministro pudo avizorar que un fallo que declare la norma inconstitucional podría poner en juego la democracia, y por ello dejó tácitamente en claro su criterio, y por motivos como la “particular coyuntura política” convalidó la norma[24]. Este razonamiento, no es muy distinto al que tuvo el Dr. Alfonsín. No obstante, la responsabilidad de Petracchi como juez de la Corte es mayor y más específica que la de los órganos políticos.
Bajo este piso de marcha, nos permitimos ser críticos de la faceta técnica que orienta la decisión, pero sin hacer un juicio de valor sobre las motivaciones del voto para no cometer, a más de treinta años, un error sincrónico.
Voto en disidencia del Dr. Jorge Antonio Baqué.
El voto del Dr. Baqué es, sin ningún lugar a dudas el que mejor representa los ideales de la democracia, derechos humanos y estado de derecho.
Aunque -por cuestiones que no hacen al objeto del presente trabajo- el citado ministro considera que la ley 23.521 no resulta aplicable, pero dado que la mayoría del Tribunal se expresa por su constitucionalidad, decide –con singular coraje y enorme convicción- abordar el tema (Cons. 1 a 4).
Luego de ello, entre los considerandos quinto a décimo, el magistrado da razones que nos parecen irrefutables en torno a la inconstitucionalidad de la ley por quebrantar el principio de división de poderes.
En una primera aproximación -y luego de la cita de “Marbury Vs. Madison” y del “Contrato Social” de Rousseau- transcribe un extracto de un voto del juez Holmes en el precedente “Prentis V. Atlantic Coast Line”, donde se señala que “una indagación judicial investiga, declara y aplica responsabilidades tal como aparece en hechos presentes o pasados y bajo las leyes que se presumen ya existentes. Ese es su propósito y su fin. Por el contrario, la legislación mira al futuro y modifica las situaciones existente al crear una nueva regla que ha de ser aplicada de allí en más a todos o algunos de aquellos sometidos a su poder” . La transcripción es clara (hay gran mérito del Dr. Baqué en el conocimiento y selección de la misma), y deja ver con simpleza y sencillez la inconstitucionalidad de la ley, al disponer “sin prueba en contrario” que los hechos cometidos por oficiales fueron en condiciones de obediencia debida.
En el considerando 10° reafirma lo anterior, expresando que “de tal forma la norma transcripta establece que las personas mencionadas en ella actuaron en un estado de coerción y en la imposibilidad de inspeccionar las órdenes recibidas, vedándoles a los jueces de la Constitución toda posibilidad de acreditar si las circunstancias fácticas mencionadas por la ley (estado de coerción e imposibilidad de revisar las órdenes) existieron o no en realidad. Es decir, la disposición en examen impone a los jueces una determinada interpretación de las circunstancias fácticas de cada caso particular, sometiendo a su conocimiento, estableciendo una presunción absoluta respecto de la existencia de aquellos.” Ello tal cual se dijo antes, resulta dirimente, para tener por confirmada la inconstitucionalidad por violación al principio de división de poderes.
Pero aun cuando la contradicción con la Constitución es manifiesta, no deja de ser una cuestión técnica, o reservada sólo a los operadores jurídicos, pues el resto de la sociedad no advertirá la gravedad de que se sustraiga a los jueces la potestad del juzgamiento de una causa. En este sentido resultaría similar al ejercicio de poderes tributarios por parte del P.E., o a una ley del P.L. que afecte derechos adquiridos, etc.
En cambio, superando este primer segmento técnico que sólo es asequible para los operadores jurídicos, hay otra faceta de juzgamiento donde el voto del Dr. Baqué enarbola la bandera de la democracia y la defensa de los derechos fundamentales. Pues al hacerse cargo del meollo de la cuestión, el ministro pone en evidencia la inconstitucionalidad de la norma, por convalidación de actos aberrantes de asesinato, secuestro, tortura, y se deja claro que esto resulta mucho más grave que lo anterior.
En este segundo capítulo, no se examina -como en la primera parte- acerca de si una competencia es resorte exclusivo de algún poder; sino que se indaga acerca del cariz axiológico de nuestro sistema constitucional. No se trata ya, si uno de los Poderes del Estado quebrantó o invadió la esfera de otro, sino que lo que se intenta poner en ciernes, es que el estado de derecho constitucional no puede avalar un “disvalor” como lo sería la tortura; se deja en claro pues, que más allá de la letra de nuestra carta fundamental, y del reparto de atribuciones de cada departamento, subyace una cuestión ideológica, un núcleo de valores precedentes (hoy bien podríamos decir D.D.H.H.), que están por encima de la voluntad del constituyente[25].
Esto es en esencia lo más destacable del voto de Baqué, y paralelamente lo más criticable del fallo de la mayoría.
A partir pues del considerando 11°, hasta el final de su voto, el ministro cita y enumera prolijamente jurisprudencia, doctrina, y distintos hitos mundiales, como el juicio de Nuremberg, en apoyo a su tesis respecto a que los delitos aberrantes, las torturas y el trato inhumano no pueden ser convalidados.
El cotejo en este caso no sólo es respecto de la constitución o los distintos elementos jurídicos, como pactos internacionales, sino que se va mucho más allá, y se destaca que desde “el sentido común y la razón”, no se puede convalidar tal actitud.
El magistrado cierra el considerando 38 de su voto afirmando que “En fin, quede en claro que la obediencia ciega y nuestro orden constitucional se excluyen mutuamente.”
Finalmente, con mucho coraje e hidalguía y mostrando la valentía que debe tener un juez, declara inconstitucional la norma, permitiendo el juzgamiento de quienes resultaron responsables de ejecutar acciones contrarias a los derechos humanos.
Conclusiones.
a.- Como primera conclusión, podemos decir que la norma convalidada en el fallo adolece de una doble reproche constitucional. La primera esta dada por una falla intrínseca en su propia letra; y consiste en la violación a la división de poderes al sustraer a los jueces de su función natural que es calificar los hechos. Esto resulta violatorio del sistema republicano previsto en los artículos 1, 5, 33 y 100 (actual 116).
Este punto se encuentra excepcionalmente explicado en el voto del Dr. Baqué, en particular cuando se describe como operan las presunciones normativas en el ordenamiento jurídico.
Es claro que una ley general no puede calificar una conducta individual, ni dar por sentado que un conjunto de conductas individuales fueron ejecutadas bajo una obediencia debida.
Este primer tramo, es lo que podríamos denominar la parte “técnica” o “jurídica”.
b.- La otra gran falencia constitucional, que excede notoriamente lo técnico, y se afinca en el campo de los valores y de la razón, está relacionada con la convalidación de conductas atroces, inhumanas, y por ende inaceptables.
Sostener que una ley puede avalar y dejar sin castigo delitos de tortura es francamente inaceptable, irracional, e inexplicable. Más aún cuando los hechos de la causa, fueron post Núremberg (y otros hitos históricos que sirvieron de antecedentes y donde se ventilados situaciones similares), pues el debate jurídico, ya se conocía y había sido dado en otro momento, en otros contextos, y se conocía cabalmente el efecto negativo de convalidar ello.
Radbruch, cita el dictamen del procurador de Sajonia, en el marco de un proceso donde se juzgó algunas conductas de soldados alemanes durante la segunda guerra mundial, que dice: “Ningún juez puede invocar la ley y dictar sentencias sirviéndose de una norma no sólo injurídica sino criminal. Nosotros apelamos a los derechos humanos, que están por encima de todas la disposiciones escritas; al derecho inmemorial irrevocable, al que las órdenes criminales de tiranos inhumanos niega validez”[26].
El criterio defendido por el Procurador General y la mayoría de la Corte pone al subordinado, más que en el lugar de un mero ejecutor, en el de un autómata sin voluntad, reduciéndolo a un simple instrumento y quitándole cualquier viso de humanidad. [27]
Pero no confundamos, esto lejos de operar en perjuicio del subordinado, redunda en un cuestionable beneficio para éste, pues le otorga un “bill de indemnidad” en virtud del cual el superior asume toda la responsabilidad, dejando a aquél impune de cualquier acto.
La cuestión no es determinar “si el inferior puede cuestionar una orden “x”, sino que, de un modo distinto; “si la orden “X” tiene un contenido palmaria y manifiestamente ilegal, el subordinado, ¿Está obligado a cumplirla?”.
La respuesta negativa a tal interrogante, opera como la clave para demostrar el yerro en el fallo que analizamos. No puede desconocerse en este aspecto, que ya existían varias corrientes en el derecho que, sin desconocer la fuerza del derecho positivo, le daban una importancia a la cuestión moral, no como una línea directriz sino antes bien como un freno a la injusticia manifiesta. Así por ejemplo la “fórmula de Radbruch”, según la cual el derecho positivo es inquebrantablemente válido, y sólo pierde su validez cuando la contradicción de la ley positiva con la justicia alcanza una medida de tal modo insoportable, que la ley, en tanto que “un derecho injusto”, ha de ceder ante la justicia[28].
Merced quizás a los nuevos vientos políticos, o a la coyuntura, con el advenimiento de la saga inaugurada en “Arancibia Clavel”, “Mazzeo” y “Simon” este criterio se encuentra plenamente superado y temas de esta naturaleza son analizados en clave de derechos humanos.
Estimamos que los votos que no quisieron abordar la naturaleza cruel de las conductas cometidas durante los años negros de nuestra historia, es debido a que los jueces no tuvieron la capacidad moral o personal de dar una respuesta satisfactoria, coherente, o racional. Al respecto, resultan ilustrativas las palabras de Sancinetti –que compartimos íntegramente- en cuando sostienen que para el caso de las violaciones a los derechos fundamentales habidas en la Argentina durante el último gobierno militar no hay lugar a dudas respecto a que se trató de hechos ilícitos de la mayor evidencia posible, dado que se hallan proscriptos por la cláusula más pétrea y terminante de nuestra Constitución, aquella parte del art. 18 que declara que “Quedan abolidos para siempre la pena de muerte por causas políticas, toda especie de tormentos y los azotes”. [29]
c.- Para finalizar diremos que, a pesar de los profundos reparos que hemos realizado respecto de esa ley, no debe entenderse como una crítica al gobierno de aquel momento. No se puede juzgar con los elementos de hoy conductas del ayer, y se desconoce con qué termómetro el gobierno midió la temperatura política de aquel momento. Sería muy fácil caer en la crítica común y decir que desde el Gobierno fomentaban la sanción de una ley inconstitucional, pero ello sería incurrir en un juicio aventurado, sin considerar entre otros factores que se trata del primer gobierno en Latinoamérica que juzgo a los responsables de un golpe militar, y viene entonces la pregunta obligada: ¿Por qué promovería una ley así?
Es muy posible que la sanción de esta ley, haya sido el único camino para evitar un nuevo levantamiento militar, y consecuentemente un mayor derramamiento de sangre. Ello puede leerse -entre líneas- en el voto de Petracchi.
En este sentido, no podemos olvidar las palabras del primer mandatario nacional, cuando envía el proyecto de Ley al Congreso, en cuanto expresa: “Sé perfectamente que a través de esta ley quienes pueden haber sido autores materiales de hechos gravísimos, pueden quedar en libertad y esto no me gusta”[30]. Sólo podemos agregar que hay veces que la correcta forma de leer, es prestar atención a aquello que no fue escrito.
Sin perjuicio de ello, y quitándole cierta responsabilidad al poder político, sí es de destacar que los jueces sí debieron -como lo hiciera el Dr. Baqué- aplicar la constitución sin atenuantes ni apelativos[31].
Accedé al fallo "Camps" (1987)
[1] “Arancibia Clavel, Enrique Lautaro s/ Homicidio Calificado y asociación ilícita”, fallos 327:3312.
[2] “Simón Julio Héctor s/ privación ilegítima de libertad”, fallos 328:956.
[3] “Mazzeo, Julio Lilo s/ Recurso de Casación”, fallos 330:3248.
[4] SANCINETTI, Marcelo, Derechos humanos en la Argentina Post-dictatorial, Ed. Lea, año 1988, ps. 97.
[5] Nino llama a esto el “mal radical”, y lo define las ofensas contra la dignidad humana tan extendidas, persistentes y organizadas que el sentido moral normal resulta inapropiado. Para este gran filósofo y jurista son males, que van más allá de los calificativos comunes. Citando a Hannah Arendt, en cuanto afirma que los seres humanos somos “incapaces de perdonar aquello que no podemos castigar e incapaces de castigar aquello imperdonable”, Nino dice que el mal radical trasciende el reino de lo humano y destruye nuestras potencialidades. NINO, Carlos Santiago, Juicio al mal absoluto, Ed. Ariel, año 2006, ps. 33 y 34.
En igual sentido, Manili equipara las atrocidades cometidas por el golpe militar, a la de la Alemania Nazi, o el Fascismo de Mussolini. Ver en MANILI, Pablo, y SABSAY, Daniel, Constitución de la Nación Argentina, Ed. Hamurabi, año 2010. En particular MANILI, Pablo, La amnistía, comentario correspondiente al artículo 75 inciso 20, T. III, ps. 655.
[6] Explica el autor: “Cuando un sujeto se halla ante una colisión de deberes de modo que cometer cierta acción (cumplir la orden) pueda quizá constituir un acto antijurídico, pero omitir esa misma acción (desobedecer la orden), también pueda llegar a ser delictivo (alternativamente con la comisión), el sujeto no logrará resolver la cuestión con la simple regla moral, por todos conocida: ”ante la duda abstente”. Pues esta regla moral y jurídica –de razonabilidad evidente- tiene plena validez siempre que la propia abstención no pueda constituir, a su vez, autónomamente, un hecho ilícito”, ob, cit. Ps 97.
[7] Se fijó como fecha de inició el 24 de marzo de 1976 al 26 de septiembre de 1983. Ello surge del juego del artículo 1° 23.521 y el 10° apartado 1 de la ley 23.049.
[8] El procurador emite dos dictámenes, uno el 6 de mayo de 1987, y el segundo el 18 de Junio de ese año, según los planteos efectuados por los distintos imputados. Trataremos todo de modo indistinto, ya que lo trascendente es abordar la cuestión objeto de este trabajo, con prescindencia de la fecha del dictamen.
[9] Así, si la sentencia aplica las normas de compraventa para una relación locativa, o si omite considerar una excepción prevista en la ley previsional para acceder a un beneficio jubilatorio, concluimos que el decisorio no es ajustado a derecho.
[10] No puede ponerse en tela de juicio que ordenar el secuestro, tortura y muerte de una persona es un obrar ilegal.
[11] Es posible que el carcelero desconozca si el detenido que custodia está en esa situación por orden de un juez.
[12] Fallos 5:181.
[13] Al respecto cabe traer a colación las palabras de Von Ihering, quien decía que si el derecho no lucha contra la injusticia se niega a sí mismo. VON IHERING, Rudolf, La lucha por el derecho, Ed. Heliasta, Ed. 1993, ps. 9.
[14] No podemos dejar de observar cuán inoportuno es que en el caso “Camps”, para fundar la aplicación de ley de obediencia debida, se cite el caso “Zejean”. Aun cuando se trata del voto en disidencia de Belluscio y Caballero, para fundar la división de poderes, se pudo haber traído innumerables precedentes a colación; pero invocar “Zejean”, donde se debatía justamente el alcance del derecho al proyecto de vida, nos parece hasta de mal gusto.
[15] A modo ilustrativo señalamos que el instituto de la amnistía era harto conocido y trabajo para aquel entonces. A título ilustrativo recordamos un recomendable artículo sobre el tema de Werner Goldshcmit en La Ley, T 90, ps. 668, donde explica que la amnistía constituye, en el plano idiomático, una voz de origen griego y significa “olvido”.
[16] Vale aclarar que el caso “Barrios Altos” de la CIDH en virtud del cual se prohíbe este tipo de normas fue sancionado recién en septiembre de 2001. Merced a ello, a la fecha de la sentencia del caso “Camps”, no se discutía la legalidad de las leyes de amnistía.
[17] GELLI, María Angélica, “Constitución de la Nación Argentina, comentada y concordada”, La Ley, 5° Ed. T. II, ps. 253. Si bien la autora, considera a la ley 23.521 como una amnistía, entendemos a la luz del concepto brindado que lejos está de ello.
Discrepamos de tan autorizada opinión. En apoyo de nuestra postura, cabe citar a Manili, quien asegura que la citada norma no es una ley de amnistía. Así, aclara que las leyes de amnistía al ser sancionadas, importan una declaración de inexistencia de delito por parte del Congreso. “La amnistía borra el delito (lo “destipifica” si no se nos permite el término) e implica un olvido del hecho, mientras que esta ley ordenó que a cierta categoría de sujetos (los que cumplieron órdenes no se los podía punir”. MANILI, Pablo, ob. cit. PS 673.
[18] Otra manifestación por demás clarificadora, es el séptimo párrafo del considerando 5°, allí el magistrado expresa que “La atrocidad del hecho aparece como indicador del conocimiento de la ilicitud, que, entonces no puede ignorar el subordinado”. Preferimos no abusar de las citas de los votos, más en este caso aparece demasiado nítida y de una singular contundencia para demostrar el sentido de la cuestión.
[19] Decimos “jurídica”, podríamos haber dicho “razonable”, o “moral”
[20] Muestra de ello, es que en la jurisprudencia de la Corte Federal en aquel entonces, los tratados no tenían jerarquía superior a las leyes. Basta señalar que en diciembre de 1988, esto es un año y medio después del presente se dictó el fallo “Ekmekdjian c/ Neustadt s/ amparo”, conocido vulgarmente en el foro como “Ekmekdjian I”, donde la Corte no le reconoce operatividad al derecho de replica del artículo 14 de la Convención Americana de Derechos Humanos, por no haber sido objeto de reglamentación legal como para ser tenido como derecho positivo interno. Ver fallos 311:2497.
[21] Salvo claro está, el caso que se extraiga la intención “expresa” del legislador de los fundamentos de la norma, o vgr. de un debate legislativo.
[22] Ej, en Fallos 308:2246, 324:2934, 341:2015, habida cuenta de lo conocido de esta doctrina de la Corte, a la que se ha echado mano cuando se necesitó, damos por sabido el tema, prefiriendo no ahondar.
[23] OTEIZA, Eduardo, La Corte Suprema, Lep, 1994, Apartado 4.1.
[24] A este respecto, Manili cita al jurista italiano Cassese, quien se pregunta que era lo conveniente dado del momento: ¿Hacer justicia o impedir el retorno de la barbarie?. MANILI, Pablo, ob. cit. ps 662.
[25] Al respecto, cabe citar las expresiones de Domingo F. Sarmiento en la convención constituyente del año 1860, al discutirse la incorporación del artículo 33: “Puesto que se le da a esta parte el título de Derechos y Garantías de los pueblos, se supone que es la novación de los derechos primitivos del hombre y los que ha conquistado la humanidad, que naturalmente han ido creciendo de siglo en siglo. Se entiende también que esos principios ahí establecidos son superiores a la Constitución; son superiores a la soberanía popular: el padre no puede matar al hijo, aunque podía entre los romanos. Hoy día, la lejislatura no puede decretar que el padre pueda vender a su hijo a su deudor, aunque en estos derechos se reclamaban en algunos países. Sería escusado entrar a detallar todas las conquistas de la moral y de la libertad, porque están en la conciencia universal de la humanidad”. Queda pues entonces en claro que hay un núcleo de derechos inalienables, que resulta inviolable más allá de los factores de tiempo y espacio.
[26] RADBRUCH, Gustav, Relativismo y derecho, Ed. Temis, Ediciones Olejnik, 2016, ps 31.
[27] En relación con ello, resulta útil la exposición de Alfredo Palacios al discutirse en la Cámara de Diputados, la reforma al Código de Justicia Militar. En aquella oportunidad, dijo el célebre diputado: “Creo que el que comete un delito, aunque sea por orden superior, es un delincuente, y en tal concepto debe considerársele. Las relaciones del inferior respecto del superior en el ejército pueden ser de disciplina y de subordinación, entendiendo como tal la sujeción a una orden lícita, peor de ninguna manera de obediencia pasiva que mata en germen el juicio externo sobre la causa determinante del mandado, y que, por consiguiente, anula en absoluto la personalidad humana. El Ejército no debe ser una escuela de sometimiento. El soldado es un hombre, debe serlo; es un ser que piensa, que raciocina; y por lo tanto, aunque se le dé una orden por escrito exigiéndosele un acto que importe la ejecución de un delito, no puede considerársele irresponsable. De otra manera no tendremos hombres soldados, sino soldados máquinas. Puede ser un ejército un montón de individuos que no raciocinan, que no tiene conciencia de su propia personalidad; y la obediencia pasiva, defendida con tanto calor en esta Cámara, nos lleva a eso, es decir, a la supresión absoluta de la característica humana”.
[28] ALEXY, Robert, “La decisión del Tribunal Constitucional Federal Alemán sobre los homicidios cometidos por los centinelas del muro de Berlín”, en VIGO, Rodolfo Luis “La injusticia extrema no es derecho”, Ed. La ley, 2006, ps 204. Luego de explicar la fórmula, el autor dice “Tal es el caso cuando se traspasa el umbral del derecho extremadamente injusto. Podemos por tanto dar a la fórmula de Radbruch esta redacción abreviada: La injusticia extrema no es derecho”,
[29] SANCINETTI, Marcelo, ob. Cit., ps. 101.
[30] 13 de Mayo de 1987.
[31] El derecho, debe anteponerse a la injusticia, “Si en esta hipótesis el Derecho no lucha, es decir, no hace una heroica resistencia contra aquélla, se negará a sí mismo. Esta lucha durará tanto como el mundo, porque el Derecho habrá de prevenirse siempre contra los ataques de la injusticia. La lucha no es, pues, un elemento extraño al Derecho; antes bien, es una parte integrante de su naturaleza y una condición de su ida”. VON IHERING, Rudolf, La lucha por el derecho, Ed. Heliasta, 1993,ps 8.