A un siglo de la entrada en vigencia del Código Penal, una reconstrucción de los hechos que antecedieron a su sanción y algunas reflexiones sobre lo que queda de aquel texto que entró en vigencia el 29 de abril de 1922.
Por Santiago M. Irisarri (*)
¿Qué decir de esta obra que, pese a los vaivenes propios del paso del tiempo, ha logrado perdurar hasta nuestros días? ¿acaso queda de algo de aquel código original?
No pretendemos aquí realizar consideraciones técnicas que pocos entiendan, sino más bien todo lo contrario. En este sentido, intentaremos realizar un breve repaso de cómo es que vio la luz nuestro primer y único código penal, y qué ha pasado desde entonces.
Si tuviéramos que poner en cabeza de alguien el calificativo de “codificador”, probablemente se nos viniera a la mente el Diputado Rodolfo Moreno (hijo). Los libros de derecho penal -sean manuales, tratados o libros especializados- suelen endilgarle la creación del código penal a este señor. Pero lo cierto, y para ser exactos, es que Rodolfo Moreno no fue el creador del Código penal cuya vigencia hoy conmemoramos.
La realidad es que Rodolfo Moreno logró sacar de entre las cenizas el Proyecto de 1906 y, tras realizar algunas modificaciones (aproximadamente 30), presentarlo ante la Cámara de Diputados para darle formal tratamiento. La labor de Moreno no fue la de “escribir” el código penal, sino la de actualizarlo a las necesidades de dicho entonces. No hablamos entonces de un codificador propiamente dicho, sino de un sistematizador o contemporizador. Pero no nos confundamos, esto no es un óbice para destacar la gran labor desarrollada por este Diputado cuyo fruto subsisten hasta el día de hoy.
Como surge claramente de la Exposición de Motivos, durante el año 1916 el doctor Moreno “promovió una encuesta requiriendo opinión sobre el proyecto, a los profesores de Derecho Penal de las Universidades Nacionales y a los Jueces, Fiscales y Defensores de toda la República”. ¿Cómo hizo ello? Sencillo, enviando cartas a cada uno de estos -acompañadas del Proyecto- mediante las cuales se solicitaba una sincera opinión al respecto. En el caso de los Profesores de Derecho penal se aclaraba que su opinión sería muy importante pues “en materia tan fundamental como los códigos, no conviene la improvisación ni la sanción de modificaciones no estudiadas previamente”; en el caso de los magistrados, se les solicitaba la contestación de tres preguntas: “qué piensa sobre la reforma penal y su oportunidad; qué opinión tiene sobre el proyecto que se acompaña; y qué reformas cree oportuno introducirle…”. Las respuestas fueron de lo más variadas, al igual que los pensamientos esgrimidos en las mismas; hay elogios, críticas, sugerencias y recomendaciones.
Quizás una de las contestaciones más elaboradas fue la del reconocido Profesor de Derecho penal de la UBA, Juan P. Ramos, quien pese a reconocer que el proyecto es una “obra jurídicamente muy superior” a las leyes vigentes en dicho entonces, no se correspondía con el Código que el país necesitaba, alegando que mantenía “divergencias fundamentales” con el proyecto. Con otra perspectiva, y claramente sin tantos formalismos ni “palabras de cortesía”, Tomás Jofré -Profesor de Procedimientos en materia penal de la UBA- explicaba que “con todos los defectos que se le supongan el proyecto es superior a la ley vigente” y que prestaba su apoyo para su aprobación (decimos que Jofré dejó de lado los formalismos pues el léxico utilizado a la hora de escribir sus cartas a Moreno fue de lo más llamativo; por ejemplo, hablaba de los condenados como “pobres diablos que no tienen ni un centavo”).
En base a lo antedicho, podemos advertir que hablamos de un Código que se sancionó pidiendo la opinión de los conocedores o aplicadores del Derecho; teniendo en cuenta -por lo menos en apariencia- sus sugerencias y consideraciones. En tal sentido, y según puede inferirse a partir de los diversos documentos de la época, Moreno nunca pretendió que a su proyecto de código penal se le diera un “trámite exprés” ni nada que se le parezca; al contrario, intentó que el proyecto sea realmente analizado y debatido. Prueba de ello es el pedido que realizó ante la Cámara de diputados para que se nombrase una Comisión Especial. Esto último tuvo lugar durante la sesión del 20 de septiembre de 1916 en la cual Moreno, pese a resaltar la “imperiosa necesidad de una reforma penal”, explica al presidente de la Cámara -Demaría- que los pocos días que faltaban para terminar el período ordinario de sesiones hacía inviable el debido tratamiento de la cuestión. Por ello propuso el nombramiento de esta Comisión Especial para “preparar el trabajo durante el receso para que en las sesiones del año próximo pueda la Cámara dedicar la atención necesaria”. Tal pedido tuvo favorable acogida a tal punto que el 26 de septiembre se designaron a los integrantes de la Comisión, la cual -luego de constituirse el 28 del mismo mes- designó como presidente a Rodolfo Moreno (h.) y a Antonio de Tomaso como Secretario.
El 16 de julio de 1917 la Comisión, tras manifestar que el Proyecto de Código Penal se había estudiado detenidamente, se dirigió ante la Cámara de Diputados aconsejando su sanción.
A efectos de evidenciar las ideas sobre las cuales se estructuraba el proyecto, la Comisión explicó en el documento presentado ante la Cámara que “el crimen es un fenómeno social, que acompaña como acontecimiento fatal a todas las agrupaciones humanas. Suprimirlo, mientras la naturaleza humana mantenga sus actuales caracteres, es imposible. Todo lo que puede hacerse es estudiarlo y buscar los medios de hacerlo lo menos frecuente posible, tratando también de que no se repita con relación al sujeto que una vez lo realizó. Un delito demuestra la existencia de un individuo peligro o inadaptable al medio en que vive; luego, los esfuerzos sociales deben tender, no a expiaciones ni a la imposición de sufrimientos con relación al autor, sino a tomar las medidas necesarias para que el individuo peligroso no repita el acto antisocial”.
De tal forma, se apartó notoriamente -y así lo hizo saber- del “criterio antiguo” conforme el cual se utilizaba el castigo para hacer sufrir al delincuente. Como consecuencia de ello, puso énfasis en la importancia de establecer represiones teniendo en cuenta qué le conviene a la sociedad. Incluso, consagró diez postulados bien específicos en los cuales se hace saber las pretensiones de la Comisión (entre ellas cabe resaltar, “que el número de penas debe reducirse”, “que debe tenderse a la individualización de la pena”, “que conviene consignar penas elásticas y dar a los jueces amplias facultades para que puedan aplicarlas dentro de términos bien amplios”, “que debe variarse el criterio legal de la responsabilidad”, “que debe autorizarse la reclusión de los individuos absueltos por razones personales cuando sean peligrosos”, “que la imputabilidad de los menores debe sujetarse a reglas especiales”, “que la reincidencia debe ser motivo de especial preocupación”, “que la gracia otorgada a los penados irrevocablemente…es más conveniente reemplazarla con la libertad condicional revocable”, etc.).
El 22 de agosto de 1917 se aprueba el proyecto y es remitido a la Cámara de Senadores; allí, y en orden a lo dictaminado por la Comisión de Códigos con fecha 25 de septiembre de 1919, se proponen variadas modificaciones, las cuales en su gran mayoría fueron aceptadas por la Comisión especial de la Cámara de Diputados el 9 de septiembre de 1921; el despacho fue aprobado por la Cámara. En base a ello, el Senado insistió en que se aprobaran la totalidad de las modificaciones sugeridas, pero como la Cámara de Diputados era la iniciadora logró -con dos tercios- la sanción bajo el número 11.179. Ese mismo año el presidente Hipólito Yrigoyen expidió decreto de promulgación.
El artículo 303 del Código disponía su entrada en vigor luego de seis meses contando desde la promulgación; es decir, el 29 de abril de 1922.
En lo que hace a su estructura, la obra se encuentra dividida en dos Libros: el primero, titulado “Disposiciones generales”, se encarga de los institutos que hacen a la “parte general” (aplicación de la ley, penas, institutos varios, etc.), y el segundo, rotulado “Los delitos”, se encarga de la consagración de los tipos penales. Este segundo libro evidencia primeramente un tratamiento de los delitos que afectan a personas determinadas, dejando para el final (a partir del título VII) los delitos contra personas indeterminadas o contra la seguridad de la nación. A modo de facilitar la interpretación de los tipos, el texto legal se divide en títulos que, como bien ha resaltado la doctrina, tienden a reflejar el bien jurídico protegido.
Si tuviéramos que referirnos a los “logros” que ha logrado concretar la sanción del Código (utilizamos las comillas pues quizás lo que para unos fueron logros para otros pudieron no serlo) podemos destacar la supresión del libro de faltas, la supresión de la pena de muerte, la reducción de los tipos de penas privativas de la libertad (reclusión y prisión), la consagración de la libertad condicional revocable (hasta dicho entonces conocida como “derecho de pedir gracia”, la cual era irrevocable) y la fórmula clásica de inimputabilidad.
Pero la pregunta es ¿qué ha quedado de aquel Código original?
Mucho ha pasado desde su entrada en vigor. No nos referimos solamente al paso del tiempo ni a los cambios políticos; nos referimos más bien a los cambios en el pensamiento de la ciudadanía, los cuales han sido -según creemos- puestos en evidencia en las diversas reformas que han caracterizado a este cuerpo legal. Sin perjuicio de que en realidad no corresponde hablar del “pensamiento de la ciudadanía”, pues cada integrante de la sociedad piensa conforme sus más íntimas creencias o convicciones y nadie puede atribuirse ser el portador del “pensamiento popular”, creemos que el código ha cambiado conforme ha cambiado la sociedad.
No hace falta ser abogado ni jurista para saber que la consagración de los delitos obedece a los ideales reinantes en un momento específico de la historia y en un lugar determinado; lo que hace cientos de años atrás era considerado como delictual, hoy ya no lo es; de igual forma, lo que hoy es delictual, mañana quizás no lo sea o viceversa. No existen reglas absolutas que puedan enmarcar qué es delito y qué no, no existen “delitos por naturaleza” (o por lo menos no existen desde el plano “legal”), como tampoco existen fórmulas mágicas que nos permitan determinar por qué tal o cual comportamiento es o debe ser delictual.
El delito (o el comportamiento que se selecciona para ser considerado como “tal”) depende del pensamiento arbitrario del hombre. Para que se entienda, no existen “características” que por naturaleza nos enmarquen cuándo o ante qué circunstancias debemos considerar un comportamiento como “delictual”, sino que existen ideas, creencias y pensamientos a partir de las cuales los hombres seleccionan (antojadizamente o no) los comportamientos que deben ser reconocidos como “delitos”. Justamente por ello el Código penal no es (ni ha sido, claro está) un texto estático, sino más bien todo lo contrario. Ha variado y mucho.
Un claro ejemplo de cómo la idea de “comportamientos criminales” varía conforme el paso del tiempo, puede verse en los delitos contra el honor, los cuales han evidenciado -sobre todo en estos últimos tiempos- un fuerte cambio, no solo en lo que hace al texto legal, sino -principalmente- en lo que hace al entendimiento e importancia del bien jurídico tutelado dentro de la sociedad. Ya no hablamos de pena de prisión para la calumnia como establecía el texto original, sino de multas; ya no hablamos de calumnias o injurias “encubiertas”, sino solo de las que son “inequívocas”; ya no hablamos de meras afectaciones contra el honor, sino de afectaciones contra el honor que solo surjan de manifestaciones asertivas y siempre que no tengan relación con cuestiones de interés público; en consecuencia, ya no hablamos de una real y completa protección del honor de las personas, sino de una pequeña y parcializada protección.
En este mismo sentido, también se aprecia un cambio significativo en lo que hace a los delitos sexuales. En la versión original del Código penal el título III del Libro segundo llevaba el rótulo “Delitos contra la honestidad”, reflejando que el bien jurídico protegido no se correspondía con la “libertad sexual”, sino con la “moralidad sexual”. Así, no se tutelaba a todas las personas, sino solo a aquellas cuya vida sexual era correspondiente con las “expectativas populares” vigentes en dicho entonces.
Un claro ejemplo de cómo este juego de palabras tenía consecuencias en la resolución de los casos concretos puede verse con la violación de las prostitutas, comportamiento que -en sí- no era considerado delictual (y en consecuencia, técnicamente no era considerado una “violación”), en tanto mayoritariamente la doctrina entendía que no estábamos ante una “mujer honesta”. Este panorama cambia rotundamente cuando en el año 1999, mediante la ley 25087, se modifica el nombre del título, pasándose a llamar “Delitos contra la integridad sexual” (es decir, ya no hablamos de “moral” ni de “pecado”, sino de “libertad o autodeterminación sexual”).
El estudio del código original es importante no solo para conocer la historia de nuestro derecho penal, sino para comprender -entre otras cosas- el lugar que a cada individuo le “tocaba” desarrollar en la sociedad. Para ejemplificar podríamos tomar el caso de la mujer, quien -según el texto original- era considerada una “tonta” y hasta una “cosa”. ¿Cómo es esto? Pues bien, si leyéramos el artículo 121 del código original advertiríamos rápidamente que se castiga al hombre que abusando del error de una mujer finge ser su marido y tiene relaciones sexuales con ella. Cabe preguntarse ¿qué mujer puede confundir a su marido con otro sujeto y encima tener relaciones sexuales? La realidad es que ninguna; claramente estamos ante una mujer que -a ojos de la sociedad- cumple el papel de “tonta”. De igual forma, si analizáramos el segundo párrafo del viejo art. 130 -que castigaba al que con miras deshonestas sustrajere o retuviere a una mujer por medio de la fuerza, intimidación o frade- advertiríamos que la conducta criminal era agravada cuando la “robada” fuere una mujer casada. Nos preguntamos nuevamente ¿las mujeres o las cosas son susceptibles de ser robadas? Hoy en día ya no se habla de mujer robada, sino de personas.
En concordancia con lo antedicho, vale también referirnos al viejo art. 118 que castigaba el delito de “adulterio”. ¿Por qué nos referimos a este delito? Pues porque enmarca de forma clara e indiscutible una doble vara punitivas para hombres y mujeres. Siendo claros, para que la mujer casada cometiera el delito se requería mantener relaciones por fuera del matrimonio; en cambio tratándose del hombre casado debía hacerlo con su “manceba”, es decir, con quien cohabitaba con él como si fuera su esposa (no bastaban las relaciones frecuentes con mujeres ajenas al matrimonio, sino que se requería algo más). La disparidad en el trato era evidente. El artículo fue derogado en el año 1995.
Dejando de lado estas notas de color, es fácil advertir que el Código Penal desde su entrada en vigor hasta nuestro día ha sido víctima de una notable y marcada “hipertrofia”. Cada día existen más delitos; cada día surgen nuevos agravantes; cada día se elevan las penas. Tomemos para ejemplificar esto lo ocurrido con el art. 80 del Código penal que en su versión original tenía solo 3 incisos; hoy, habiendo sido modificado en variadísimas oportunidades, posee 12 incisos y un párrafo final. En algunos de estos incisos, incluso, se incluyen variadísimas figuras delictivas (véase por ejemplo el inc. 4). No pretendemos aquí realizar un juicio de valor sobre las reformas, sino solo describir lo acontecido. La realidad es que, en la práctica, es difícil encontrar casos de homicidio simple, en tanto la gran mayoría se corresponden con homicidios agravados (incluso por más de un inciso).
Pero como dijimos la “hipertrofia” no solo se ve en el reconocimiento de nuevos comportamientos como criminales o agravantes, sino también en la elevación de las escalas penales. Así, pasamos de tener un código con penas moderadas a un código con penas altas que, en muchos casos, no son proporcionales con los delitos que las sustentan ni son coherentes las restantes penas. Un caso no muy tratado por los autores, pero que fácilmente pone en evidencia como el legislador ha logrado afectar el equilibrio del Código con penas desproporcionadas puede verse en las “lesiones”. La versión original del Código establecía una pena de prisión de un mes a un año a quien cometiere el delito de lesiones leves (dolosas), mientras que la pena correspondiente para las lesiones culposas era de multa (algo lógico). Ahora bien, el paso del tiempo -y más concretamente las reformas legislativas- han generado que las lesiones leves culposas pasen a tener una pena más elevada que las lesiones leves dolosas. Sí, el lector ha leído bien: hoy las lesiones leves dolosas tienen menor pena que las culposas (un disparate que pone en evidencia qué tan poco se conoce y estudia el código a la hora de realizar modificaciones).
A modo de síntesis y para finalizar, diremos que el Código original -cuya entrada en vigor hoy se recuerda- poco tiene que ver con el actual. Mucho ha pasado desde entonces y muchas han sido las reformas, lo cual es entendible en tanto el código que vio la luz a principios del siglo pasado lo hizo ante una sociedad que poco y nada (o más nada que poco) tiene que ver con la actual.
Las relaciones personales eran distintas, como también lo eran las ideas reinantes o la tecnología existente. No existía (no por no existir, sino por no reconocerse como tal) la violencia de género ni mucho menos la “identidad de género”; el internet era algo impensado incluso para el más “loco” de los “locos”; las disputas personales se resolvían mediante duelos y siempre por cuestiones de honor; no había y nadie podía imaginar la existencia de celulares o teléfonos móviles; etc.
Así, hablamos de un código que necesariamente debió modificarse conforme pasó el tiempo. Pero que esto último no nos aparte de la necesaria conclusión a la cual debemos arribar y es que, pese a todo lo acontecido, aún hoy seguimos hablamos de un único código penal que ha servido para regir en dos mundos completamente distintos y lo ha hecho con éxito, logrando todavía que sus defectos no sobrepasen sus evidentes virtudes.
(*) Abogado UNLP; Especialista en Derecho penal, U.B; Magíster en Razonamiento probatorio, Girona -España- y Génova -Italia-; Doctorando U.N.L.P